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domingo, 20 de marzo de 2022
* La proporción, la Encarnación e Iván, el terrible. Conversación con Jean Robert
Coloquio
La proporción, la Encarnación e Iván, el terrible. Conversación con Jean Robert
Juan Manuel Escamilla juanm.escamilla@cisav.org
Universidad Autónoma de Querétaro , México
Diego I. Rosales diego.rosales@cisav.org
Centro de Investigación Social Avanzada, México
La proporción, la Encarnación e Iván, el terrible. Conversación con Jean Robert
Revista de Filosofía Open Insight, vol. VII, núm. 11, pp. 167-206, 2016
Centro de Investigación Social Avanzada
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Jean Robert es arquitecto. Nacido en Suiza en 1937, emigró a México en 1972, en donde se hizo amigo y discípulo del filósofo, historiador y teólogo Iván Illich.
Su carrera de arquitecto comenzó en su país natal con la construcción de dos edificios para la banca y terminó con la construcción de excusados secos en Cuernavaca, ciudad en la que tuvo su casa el legendario Centro Intercultural de Documentación (CIDOC), en donde Jean conoció a Illich.
Después de años sin utilizar vehículos motorizados, caminante por decisión propia, ha publicado los libros La traición de la opulencia (La trahison de l'opulence, en colaboración con Jean-Pierre Dupuy, Paris, Presses Universitaires de France, 1976), El tiempo que nos roban. Contra la sociedad cronófaga (Le temps qu'on nous vole. Contre la société chronophage, Paris, Seuil, 1980) y, con Majid Rahnema, El poder de los pobres (La puissance des pauvres, Actes Sud, 2008).
Se ha dedicado a estudiar y enseñar las consecuencias de la Modernidad en la identidad subjetiva a través del análisis de los medios de transporte, la noción de "espacio" y el urbanismo. Un concepto clave en su filosofía es el de "proporcionalidad", que tiene raíces en el pensamiento de Illich y en las distintas fuentes filosóficas, históricas, sociales y teológicas de las que éste abreva.
Esta conversación, que tuvo lugar en agosto de 2012 y hasta hoy es publicada, se centra en las resonancias filosóficas de las ideas de "cuerpo" y "corporalidad" a partir de su inserción y desarrollo en los ámbitos del urbanismo, el lenguaje, la noción de víctima y el acontecimiento de la "Encarnación".
DIEGO: De camino a verte, me dijo Juan Manuel sobre ti: "A Jean le pasa en la vida lo que a Pablo camino de Damasco: se ve arrojado del caballo de la arquitectura de bancos en Suiza y, de ahí en adelante, se dedica a construir letrinas secas en América Latina".
JEAN: Sí, sí, hay algo así, más o menos. Llegué a México porque me casé con una mexicana, a quien Juan Manuel conoce. Cuando llegué a México, no es que cambiaran mis intereses, pero se me abrieron posibilidades para ciertos intereses prácticos que no tenían cabida en Suiza. Pude pasar de hacer bancos a hacer letrinas, como tú decías, lo que fue una gran promoción. Aunque lo que tú describes en términos más bien dramáticos, no fue dramático, sino la realización de anhelos que yo tenía desde antes.
También tengo que referir como antecedente de esa transformación que la cuestión ecológica por vía del transporte ya me inquietaba. O, más que eso, me preocupaba ya, desde un caluroso verano que pasé en la ciudad de Ámsterdam por los días en que ahí comenzaba a surgir un movimiento de anarquistas -casi podría decir: de tendencia calvinista y anarquista, pues entre ellos había teólogos. Es gente que defiende las posiciones de la asociación libre contra los sistemas políticos impuestos desde arriba. La asociación libre vislumbra una sociedad que se crea por asociaciones horizontales de los miembros. El más famoso de ellos es un señor que se llamó Bart de Ligt. Anton Pannekoek es otro muy célebre. Provocaron un movimiento que estaba previendo la automovilización de Ámsterdam en una época donde aún había muy pocos coches en la ciudad. Sabían que el alcalde, el burgemeester, Gijs Van Hall, estaba promoviendo la modernización de la ciudad y hacía calles y autopistas, como, por la época, se hacían en todas las ciudades del mundo.
Este movimiento, que se llamó Provo y que tenía reclamos semejantes a los de los hippies, pero los argumentó puntual y racionalmente, convocó a jóvenes estudiantes, pero también a artistas, a muchos artistas del famoso movimiento cobra, que antecedió al expresionismo abstracto.1 Yo lo vi nacer en 1963, pero fue más fuerte al año siguiente. Recogía los folletos; todavía tengo muchos. Se hizo un llamado a la población para que regalara bicicletas, de esas bicicletas holandesas con el manubrio vertical. Este movimiento me interesó mucho. Duró 3 ó 4 años, y luego se disolvió. Le pasó una cosa que también le pasó luego al movimiento del '68 en París -en realidad, es un movimiento premonitorio del '68-: eventualmente, fue manipulado y usado por grupos violentos que aprovechaban las manifestaciones para destruir las tiendas, romper los aparadores, etc. Cuando empezó esa violencia en Ámsterdam, el movimiento Provo se disolvió y se transformó en un partido político. Muchos de los líderes de los primeros tiempos desaparecieron en los consejos municipales y yo creo que fue una buena decisión porque la política se debería de hacer a nivel municipal y ello contribuyó mucho a evitar los errores que se cometieron en otras ciudades.
A resultas de aquello, la ciudad de Ámsterdam nunca se desfiguró. Sí se introdujeron coches, pero no se destruyó la peatonalidad: todavía hoy es una ciudad bastante agradable para los peatones. Neuchâtel, donde yo vivía, no es una ciudad sin coches, pero sí es una ciudad pequeña, sin tantos coches. Luego de aquel verano, a mi vuelta, en Suiza, y al inicio de mi carrera de arquitecto de edificios administrativos y bancos, pues... me quedé con la nostalgia de una ciudad con menos coches. No obstante, yo veía que en Suiza no había apertura para esas ideas, así que sólo diseñé dos bancos y luego dije basta.
DIEGO: Jean, sé que, en México, muchos de esos intereses los cultivaste al lado de Iván Illich, quien por aquellos días vivía y trabajaba en México y de quien fuiste amigo y colaborador cercano. Me gustaría pedirte que nos platicaras un poco sobre tu encuentro con Iván Illich y el CIDOC.
JEAN: Veo un poco difícil calificar la relación de Illich con sus amigos. No era un gurú, pero sí un maestro. No lo enfatizaba. O sea, él no trataba a sus amigos como discípulos, sino como colegas. Decía: "Aquí están mis colegas". Y al cabo de los años nos hicimos amigos muy cercanos, pero no cabe duda de que a lo largo de tantos años de cercanía dejó en mí la marca de un maestro. Yo creo que hay que decir que Iván era un maestro. Él entendió varias cosas que probablemente hoy son muy evidentes, cosas que hoy ya entraron en las crisis que él previó hace cuarenta años o más.
Antes de conocerlo, y ya estando yo en México -en Cuernavaca, con más precisión-, recordé un artículo escrito por André Gorz donde se hablaba con admiración de Iván Illich. Lo había leído varios años antes en una revista parisina, Le Nouvel Observateur, una revista de izquierda dirigida por Jean Daniel. Existe todavía. Por aquellos días, uno de los periodistas más dotados era Gorz, quien también firmaba como Michel Bosquet. Un personaje, si tú quieres, de ruptura: un austriaco de Viena que apostó por volverse francés, escritor y filósofo francés. Estuvo en la fundación de las revistas Les Temps Modernes y Le Nouvel Observateur. Debido a la dificultad de los franceses para pronunciar su apellido, Horst -tienden a decir "Hortz"-, adoptó el pseudónimo de André Gorz.2 Fue uno de los primeros ecologistas de Francia. Cuando escribía artículos de tendencia ecologista, los publicaba bajo el pseudónimo de Michel Bosquet, que también se refiere a su apellido: quiere decir nido, o pequeño bosque. Luego lo conocí en Cuernavaca y lo fui a visitar a Francia, donde también conocí a su esposa, Dorine, en su casa.
Por aquel entonces tenía presente un libro suyo, un tratado fundamental de filosofía moral, Fundamentos para una moral (1977). Se lo había presentado a Sartre, y él le respondió que era impublicable: "Tiene usted que transformar este libro en una novela autobiográfica", le dijo. Aunque, al final, sí lo publicó, luego de haber adquirido cierta fama. Por lo pronto, siguió el consejo de Sartre y escribió una novela: El traidor (1958). "Traidor", lo fue en el sentido cultural, en el sentido de alguien que no siguió los lineamentos de su cultura: siendo austriaco, se volvió periodista francés, y un excelente periodista. Así se confrontó a la necesidad de construirse a sí mismo -quizás, exagerando un poco la diferencia entre la cultura francesa y la cultura austriaca, me parece-. Comoquiera, fue un hombre que llegó como desprovisto de herencia a un mundo nuevo y tuvo que crear sus principios morales. Su libro es la historia de la creación de esos fundamentos morales.
Bueno, pues en 1969 o 1970, leí en el Nouvel Observateur un artículo de Michel Bosquet sobre un viaje que hizo a México de camino a los Estados Unidos. Le interesaban los movimientos de California. Se acababa de publicar el libro de Edgar Morin sobre su estancia en California, Journal de Californie (1970), y André Gorz quería hacer una investigación sobre los movimientos hippies, las comunas de California, etc. Pero en el camino se detuvo bastante tiempo en México, en el CIDOC, que era el instituto fundado por Iván Illich, a quien admiró mucho. Gorz decía: "Sobre el fundador de este instituto, no encuentro los términos para describirlo. Podría proponer: una mezcla de sacerdote neoyorkino y de futbolista boliviano".
Bueno, pues ya estando en Cuernavaca yo me acordé de este artículo y le dije a Sylvia "Tenemos que ir a ver este instituto". Me dijo que sí y, en la calle, pedimos un taxi. Le preguntamos al chofer: "¿Sabe dónde está el CIDOC?". "¡Sí, cómo no!", y nos llevó. Cuando llegamos, Iván Illich no estaba ahí. Pero encontramos a Valentina Borremans. Ella nos mandó a las publicaciones del Centro, donde conseguí muchas que distribuían gratuitamente. Cuando las leí se me hicieron extraordinariamente interesantes. Sylvia, como ciudadana de un país pobre, consiguió una beca para estudiar ahí, pero yo hubiera tenido que pagar porque venía de un país rico, Suiza. Como no tenía el dinero, era Sylvia quien cursaba los seminarios. Vivíamos en México y pasábamos uno o dos días a la semana en Cuernavaca. Como a las cuatro o cinco de la tarde, yo me quedaba esperando a Sylvia en la cafetería del CIDOC, que se llamaba "La Cucaracha".
Un día, de repente llega un hombre alto, de gabán blanco, delgado, con una nariz prominente; se sienta a la barra y pide un jugo de naranja. Mientras lo está tomando, se voltea, me ve en la terraza entonces desierta y cae sobre mí como un águila sobre un ratón: "¿Que hace usted aquí?". Le respondí dos frases en inglés y advirtió que mi idioma principal era el francés. Inmediatamente me habló en francés -y, de hecho, a partir de ahí, casi siempre hablamos en francés a lo largo de los treinta años que nos conocimos-. Lo que pasó fue una cosa muy extraña: al poco tiempo, estábamos involucrados en una discusión muy animada sobre la caca. Él me intentaba explicar que, debido a la presencia de mercurio en la elaboración del papel de baño, si todo el mundo lo adoptara, habría una gran contaminación en los ríos. Y no sé si me programó, si me influyó, si me hizo magia..., pero diez años después, en Medellín, Colombia, donde organicé un seminario con gente que se interesaba en las letrinas, me nombraron "el filósofo de la caca". Ese fue mi encuentro con Iván Illich. Nunca volvimos a hablar especialmente sobre ese tema; de hecho, no sé por qué vinimos a hablar de ello. Durante mucho tiempo, a partir de ahí, el asunto que más tratamos fue la cuestión del transporte porque cuando pude, finalmente, entrar a los seminarios porque encontré el modo de pagar, él estaba preparando Energía y equidad (2006a), su libro crítico sobre la institución del servicio de transporte. Entonces, recordando mis años en Holanda, empecé a escribir en esa dirección y seguimos conversando.
En fin, poco después de nuestro encuentro, se presentó en el CIDOC un intelectual francés llamado Jean-Pierre Dupuy y, juntos, preparamos un libro. Por la mañana, él trabajaba con Iván en la redacción francesa de la Némesis médica (2006b), y por la tarde él y yo preparábamos un libro que se llamó La traición de la opulencia (1976) y que se publicó en Presses Universitaires de France. Eso motivó mi viaje a París, donde acabamos el libro. Luego, Dupuy me dijo: "Te queda mucho material. ¿Por qué no preparas un segundo libro?". Ese lo escribí solo, actuando él como editor, esta vez para Le Seuil, en París. Tardé mucho más en escribir este libro, como cinco años, y se llamó Le temps qu'on nous vole, contra la société chronophage (1980): El tiempo que nos roban, contra la sociedad cronófaga.
JUAN MANUEL: Aunque tú pensabas en otro título, ¿no?
JEAN: Sí. Les chronophages, Los cronófagos. Quería llamarlo así, pero me hablaron de la edición y me dijeron: "Si insiste en ese título, la publicación se retrasa hasta mayo", así que les dije que mejor no.
DIEGO: La conversación sobre el transporte la sostuviste con Iván durante muchos años. Me recuerdas una distinción illicheana entre la "herramienta manejable" como aquella que se vale de la propia energía metabólica del organismo y la "herramienta manipulable", como aquella que utiliza energía producida por máquinas. Creo que el modo en el que un sujeto se experimenta a sí mismo y experimenta una ciudad "a pie" es significativamente distinto respecto de cuando la experimenta a bordo de un automóvil y tú has colaborado mucho en la comprensión de las experiencias diferentes que suponen. Refiérenos en qué radica la diferencia de tales situaciones y cuáles son sus consecuencias.
JEAN: Me gustaría empezar por hablar de la sinestesia y la cooperación de los cinco sentidos para la aprehensión de la realidad. La realidad se da a nosotros por los cinco sentidos y a veces tenemos la impresión de que un sentido se cruza con el sensible que le correspondería a otro. Por ejemplo, si pienso en que tengo que subir aquella montaña, al verla, yo veo la distancia, pero también la siento aquí, en la pantorrilla. Podría decir que, hasta cierto punto, la veo, pues, con la pantorrilla, ya que la veo con los ojos pero también la siento como una premonición de cansancio en la pantorrilla. O sea, todo el cuerpo se implica en la aprehensión de esa distancia. En el lenguaje también se usan las sinestesias. Si te digo, por ejemplo, que veo muy bien lo que me estás diciendo, en ese caso yo veo con los oídos.
A partir de 1828, la primera vez, y luego en los años treinta y cuarenta del siglo xix, ocurrió lo que se llamó "la locura de los ferrocarriles". De repente, la gente se entusiasmó con esa experiencia que, en el fondo, es una experiencia de rompimiento de la sinestesia. Uno se sitúa en un cuartito y se sienta en un banco afelpado. Incluso, hay cortinitas en las ventanas, que se pueden cerrar. Así, el pasajero queda casi exiliado de su propia experiencia sensible de la velocidad y la distancia y en una relación solamente visual con el paisaje. Aquello resultó ser una experiencia extraordinaria. Tanto, que la gente la buscaba por sí misma, aún si no necesitaba realmente desplazarse. Se oía a la gente decir: "Oye, tú deberías subir a un tren: nunca has visto algo así".
Uno de los primeros que lo documentó fue Victor Hugo, quien, por cierto, viajó en carruaje a Bruselas para abordar el tren BruselasAmberes, que acababa de abrir. Aquello fue en 1837. Inmediatamente, escribió una carta entusiasta a su hija Adèle contándole su experiencia y recomendándosela. Lo que se advierte en la descripción que hace es que él se percibe como inmóvil mientras que todo el mundo gira a su alrededor. Ese es el resultado de la ruptura de sinestesia:
La velocidad es increíble. Las flores al costado del camino dejan de ser flores: se convierten en manchas o, más aún, en tiras rojas o blancas, ya no más en puntos. Todo se convierte en una raya; el trigo se convierte en un oleaje de cabellos amarillos; las largas alfafas, en verdes trenzas; las ciudades, los campanarios y los árboles danzan y se mezclan descabelladamente en el horizonte; de tiempo en tiempo, una sombra, una figura, un espectro estático aparece y desaparece como el rayo junto a la puerta. Un guardián de la vía, como es costumbre, le dirige un saludo marcial al convoy (Hugo, Víctor, 1985: 611).
DIEGO: ¡Claro! ¡Hay un rompimiento...!
JEAN: O sea, define la "experiencia cinética", como se llamó en la literatura. Divide el paisaje en compartimentos que giran a velocidades distintas. Esa es la descripción típica del primer viaje en ferrocarril, a la velocidad prodigiosa, al principio... de veintiocho kilómetros por hora. Ya llegando a los años treinta, casi alcanzó los cuarenta kilómetros por hora.
JUAN MANUEL: ¿No sería mayor la velocidad de algunos carruajes, por ejemplo del tílburi? ¿O la del caballo, en distancias cortas?
JEAN: Bueno, cuanto más grande, uncarruaje se hace más lento por el peso del vehículo, pero, efectivamente: en distancias cortas, un caballo puede ir a mayor velocidad. El carruaje es más lento que el tren. Y la experiencia es distinta para el cochero que para los tripulantes. Debe alcanzar una velocidad de veinticinco, treinta kilómetros por hora.
Hay que comparar la experiencia cinética del tren con la experiencia de montar a caballo. Quien va al galope es más rápido que un tren, en los años '30; pero la diferencia es que quien monta al golope es sacudido por el caballo: le duelen las nalgas, la espalda, las piernas: le duele todo. Su experiencia lo convence de ser un hombre móvil desplazándose en un paisaje inmóvil. Esa experiencia se invierte a bordo del tren. Eso es lo que impresionó a los primeros que viajaron en estos vehículos. De repente, el paisaje comenzó a desfilar. Yo creo que lo esencial de la experiencia cinética es precisamente esa inversión del movimiento. El tren sugiere una cosa estable, como una casa o un cuarto. Entonces, el pasajero ve producirse el movimiento del paisaje.
JUAN MANUEL: ¿Hubiera sido otro el resultado si los trenes hubieran sido panorámicos, como, en cierto sentido, los automóviles y como acaso lo son para los migrantes que viajan en el lomo de "La Bestia"?
JEAN: Seguramente hubiera sido distinto, sí. Hay una diferencia porque la experiencia cinética vivida desde un tren es lateral. Vivida desde un coche, es frontal.
DIEGO: Y aún cabe añadir otra experiencia novedosa: la del viaje en automóvil, también en relación con la del tren, la del caballo y la del carruaje.
JEAN: ¡Claro! Los campaniles de los pueblos huyen como un ejército en desbandada, y solamente las montañas lejanas pelean para seguir a los pasajeros del automóvil. Esa descripción la encontramos simultáneamente en varias descripciones de gente que no sabía mutuamente de su existencia. Tenemos la famosa descripción de Proust, "Impresiones de un viaje en automóvil" (Proust, Marcel: 2013, pp: 85-96). Proust lo escribió después de haber vivido la experiencia cinética en un vehículo de motor. Al aproximarse a la Iglesia de Caen, observa una cosa muy curiosa: que durante mucho tiempo la Iglesia no parece acercarse y, después, como si un resorte estuviera jalando, aparece frente a él la catedral. Habla, incluso, de cómo los campaniles parecen correr ante él, los tejados, a desfilar. Proust describe su primer viaje en automóvil, rumbo a la ciudad de Caen:
Pasaban los minutos, corríamos rápidos y, sin embargo, los tres campanarios seguían ante nosotros como pájaros posados en la llanura, inmóviles, solo percibidos bajo el sol. Luego, la distancia se abrió como la bruma que desvela y completa en todos sus detalles la forma invisible un momento antes; aparecieron las torres de la Trinidad, o tal vez solo una, ya que ocultaba tras ella la segunda. Se apartó la primera, avanzó la segunda, y ambas se alinearon. Finalmente, un último campanario (creo que el del San Salvador) vino a situarse, mediante un salto atrevido, frente a ellas. Ahora, entre los numerosos campanarios, y en cuya pendiente se distinguía la luz que a esa distancia parecía sonreír, la ciudad obedeciendo desde abajo a ese impulso, sin poder alcanzarlos, desarrollaba a plomo y en subidas verticales la complicada pero franca fuga de sus tejados. Le pedí al chófer que se detuviera un momento ante los campanarios de Saint-Étienne; pero recordando lo mucho que nos había costado aproximarnos cuando parecía que estábamos tan cerca, saqué mi relertiríamos aún, cuando el automóvil giró y se detuvo a sus pies. Habíamos permanecido mucho tiempo alejados pese al esfuerzo de nuestro vehículo que parecía deslizarse en vano sobre la carretera, siempre a la misma distancia de las torres; y solo en los últimos segundos la velocidad de todo ese tiempo totalizado parecía apreciable. Se manifestaron como gigantes en toda su altura, arrojándose contra nosotros tan de repente que tuvimos el tiempo justo de evitar chocar contra las puertas (Proust, Marcel, 2005: pp. 86-87).
DIEGO: Jean, nos seduce mucho tu idea de la ciudad como un ámbito peatonal. He sabido, por cierto, que tú caminas mucho: que la mayoría de tus desplazamientos los haces sobre tus piernas y prácticamente no usas vehículos motorizados. Incluso, por eso dice nuestro amigo Javier Sicilia que"piensas con los pies"(Añorve, César, et al., 2007: pp. 7-14).3 Querría, pues, abordarte con una pregunta de curiosidad personal: quiero pedirte que ahondes un poco más en esta idea del transporte y en su relación con la noción que tanto provocó al genio griego, la "proporcionalidad". ¿Cómo se relacionan los conceptos de proporcionalidad y de límite con tu propuesta filosófica, peripatética, de caminar?
JEAN: Claro. Nos ayudará a dimensionar el rompimiento de la sinestesia que, hasta antes de los motores, ofrecía a quien se desplazaba una experiencia tan distinta de la velocidad. Para poder entender el rompimiento que representa la experiencia cinética, había que tener percepciones de peatón; es decir, era preciso estar totalmente inmerso en un mundo donde no había velocidad mayor que la que puedes alcanzar con tus músculos. Naturalmente, cuando la gente se acostumbra a la velocidad, pierde esa percepción peatonal y ya no advierte la experiencia cinética. Ahora, hasta la velocidad del despegue de un avión parece poco impresionante: ya no se vive como una gran experiencia cinética porque nosotros hemos perdido la base que permite experimentarla.
Esto nos conduce al tema de la proporcionalidad. Vemos que aquí se está rompiendo la capacidad de vivir la experiencia cinética, que se ha roto una proporción entre las percepciones y los poderes reales del cuerpo humano, de sus músculos. La experiencia peatonal es una experiencia en donde la medida del desplazamiento es la potencia propia del cuerpo: lo que puedo alcanzar por mi propio esfuerzo, por el esfuerzo ejercido por mis músculos. El acostumbramiento a la velocidad mecánica rompe completamente esa proporcionalidad entre el poder de mis músculos y mi percepción del mundo.
DIEGO: Me vienen a la mente, Jean, dos consecuencias de este rompimiento que indicas. La primera, la acabas de señalar: dejar de vivir el mundo como aquello ante el horizonte de mi mirada, donde se me presenta toda la realidad. El mundo ya no es un acontecer de objetos y de tiempo, sino él mismo otro objeto, que yo puedo dominar. La segunda tiene que ver con la constitución de mi propia subjetividad, primero y, luego, de mi intersubjetividad. Para nosotros, que ya estamos imbuidos en la velocidad mecánica, más bien que en la corporal, esto tiene consecuencias no sólo en nuestra relación con el mundo sino también en nuestra relación con nuestros propios cuerpos y con otros cuerpos humanos: la experiencia de las capacidades de nuestros cuerpos también se modifican.
JEAN: Sí, sin duda. Tú hablas del horizonte, e Iván leía mucho, y hacía leer a sus amigos, el libro de un filósofo alemán llamado Albrecht Koschorke, quien escribió una Historia del horizonte (1990). El horizonte es una línea móvil porque se mueve con tu cuerpo. Permanece siempre inalcanzable, a medias entre lo que es visible y lo que aún no lo es. Está en el momento de paso del "aún no" a la presencia. Es la línea en la que vienen las cosas a la presencia. Puedes hablar de una experiencia típica del desplazamiento peatonal, que podríamos llamar la "inagotabilidad del ser". Ello porque esa modificación de la mediación entre el "aún no" y el "ya" siempre nos reserva nuevas sorpresas, siempre nos revela nuevos aspectos del ser en su desvelamiento, provocado por el movimiento. No solamente por lo que pasa en la línea del horizonte, sino por todo movimiento.
Si estás aquí y te das la vuelta, constantemente descubrirás nuevos aspectos. Sin embargo, la percepción de algunos de los aspectos que la experiencia peatonal revela son ocultados por la reducción de la experiencia sensible a solamente un sentido, o dos, como valedores de la experiencia del desplazamiento en el mundo. Eventualmente, a bordo de un vehículo de motor, la reducción de los sentidos a la vista y el oído rompe el género de complicidad con el mundo que se manifiesta al peatón. Todos los aspectos del horizonte disponibles al peatón no pueden ya existir en un paisaje que solamente es visto por la ventana.
Eso me lleva a otro asunto. Si quisiera ser muy estricto y proceder por pasos, aún tendría que añadir otras premisas. Advierto que me saltaré algunos momentos de la argumentación, pero ya querría abordar el distingo entre la autonomía y la heteronomía, distinción que es esencial para la crítica de la tecnología propia del modo de producción industrial. "Autonomía" viene de las palabras griegas: autón, por mí mismo y nomos, regla, ley o norma: se trata de la legislación que me doy; se le opone la "heteronomía": la legislación que me somete a la regla de otro. Aquí observamos dos prototipos del desplazamiento: el movimiento autónomo, que consiste en caminar, y la movilidad heterónoma que consiste en ser transportado, desplazado como un paquete, de un punto a otro.
De nuevo viene a intervenir la noción de proporción. Illich no quería promover la autonomía pura, como lo han propuesto ciertos grupos un poco extremistas de hace treinta años: los autónomos. Iván sugería, más bien, una sinergia entre la autonomía y la heteronomía. Él todavía no usaba la palabra "proporcionalidad", aunque una sinergia sea una proporcionalidad. Otra palabra griega: sun, con, y ergon, acción, actuación: trabajo en colaboración; una colaboración, literalmente. Él sostenía que tal sinergia tiene que ser positiva, que la muleta heterónoma nunca debe disminuir la autonomía. Si analizamos el transporte automotor desde esta noción, observamos que resulta en una sinergia contraproducente, o negativa, entre autonomía y heteronomía porque el modo heterónomo acaba por paralizar el modo autónomo.
La circulación de los vehículos en las ciudades es una situación absurda en la que el resultado total de la suma de los desplazamientos individuales realizados por cada vehículo automotor resulta en un movimiento más lento que aquél que podrían alcanzar, en promedio, la misma cantidad de vehículos que se mueven autónomamente, con la fuerza de los músculos, como la bicicleta. Naturalmente, esto tiene sus matices porque hay un sistema de clasificación de las velocidades según la clase social. Dime a qué velocidad vas y te diré cuánto dinero tienes. En la Ciudad de México hay recorridos que ofrecen distintas velocidades de circulación. Generalmente, son los pobres quienes hacen los recorridos más lentos. ¿Cuál creen que sea la velocidad promedio en la Ciudad de México?
JUAN MANUEL: ¿Veinte kilómetros por hora?
JEAN: No, quince. ¡Y eso que es la más veloz del país! En una ciudad de provincia, la velocidad promedio suele ser de alrededor de doce o trece kilómetros por hora. Naturalmente, si somos privilegiados, no nos daremos cuenta porque tendremos la suerte de hacer recorridos más veloces, en promedio, que los de la gente pobre. Aunque no tanto: menos de lo que nos imaginamos. En fin, podríamos decir, usando un lenguaje más tardío de Illich, que la sinergia negativa es una ruptura entre lo que yo puedo hacer por mí mismo y lo que necesito o deseo que otros hagan para mí; otros, generalmente, institucionales, anónimos.
A pesar de que el español no siempre es muy claro, yo creo que, de las dos preposiciones por y para, generalmente, la palabra por indica la autonomía: trata de lo que hago por mí mismo, mientras que la palabra para señala a un tercero que interviene para entregarme lo que quiero, pero que no puedo producir por mí mismo. Considero que la búsqueda de la sinergia positiva entre ambos elementos, el autónomo y el heterónomo, es un proyecto político que haríamos bien en perseguir.
JUAN MANUEL: La crítica de la velocidad que haces es una que se plantea desde la proporción y las potencias del cuerpo humano. Insiste en la escala de la mirada humana. Pero la velocidad no es el único umbral que rompe la modernización. También están la amenaza de la autonomía de las comunidades humanas y la heteronomía de la producción de sus bienes de consumo y, con ello, la correlativa pérdida de los saberes de subsistencia y ese es otro de los temas que también te han preocupado a lo largo de la vida.
JEAN: Si entiendo bien, tú quieres llegar a la preocupación que dominó la última parte de la vida de Iván: a una categorización de la producción industrial como un rompimiento entre la heteronomía y la autonomía. Además, quieres añadir a esa dimensión la destrucción de los saberes consuetudinarios, de saberes vernáculos, efectuada por la manipulación de los aparatos de la difusión del saber, "la ciencia". Bueno, podría tratar de contestar sin mencionar constantemente a Iván... Pero acabo de redescubrir en la introducción a El trabajo fantasma (Illich, Iván: 2008) una especie de cronología de sus sucesivas investigaciones que, a mi juicio, vale la pena meditar. Ahí observé el reconocimiento de que, en una primera aproximación, a Illich lo impresionó el Club de Roma. A mí también me impactó el Club de Roma. ¿Se acuerdan del Club de Roma?... ¿No se acuerdan? ¡Ah qué jóvenes son!
El Club de Roma es una asociación de políticos, científicos, industriales... Todos, hombres ricos y bien acomodados en la sociedad. Se fundó en 1968, un año de turbulencias. Recién fundado, en 1970, encargó un estudio al Massachusets Institute of Technology. Éste lo entregó en 1972 con el título The Limits to Growth: a Report for The Club of Rome's Project on The Predicament of Mankind (Meadows, Donella, et al., 1972). Los científicos del mit de Boston aplicaron el "método de los escenarios" para resolver la pregunta de qué pasaría en un plazo de cincuenta años si seguíamos produciendo tanta mercancía de obsolescencia programada como lo hacemos hoy. Uno de los resultados que previeron fue el calentamiento global porque ya era patente que el co2 provoca el efecto invernadero. El resultado del reporte solicitado por el Club de Roma pintó un panorama bastante dramático, en el que se planteaban, entre otras catastróficas consecuencias de nuestros medios de producción, la caída de la tasa poblacional y el colapso de la producción de bienes, así como un desplome de la población mundial. Es muy importante considerar que, antes de aquello, los jóvenes de entre veinticinco y treinta años concebíamos la progresión histórica como una escalinata de progreso indefinido: siempre a mejor, siempre a mejor. Cuando era estudiante, a mí me habían dicho, por ejemplo, que cuando yo llegara a la vejez vería la construcción de hoteles en la luna.
DIEGO: ¿Quién sabe? Aún puede ser... Ya llegamos a Marte y hoy ya está vendido el primer viaje turístico al espacio... Aunque, es verdad. Ese es el sueño ilustrado de la razón, del que ya nos había advertido Goya que produce monstruos...
JEAN: Sí. Para mucha gente, el Club de Roma representa el derrumbe de la ensoñación del progreso continuo. Fue una ruptura dramática. Hubo gente que entró en crisis. A mí me afectó. Yo ya preveía algunas de sus conclusiones, pero lo mismo me afectó. Tanto más porque me dije: "Pues bien, después de todo tengo razón en mis actitudes críticas". Pero el Club de Roma tiene una solución, y una que además de resolver el predicamento de la humanidad, también resuelve su predicamento. Recuerdo que Agnelli, miembro del Club de Roma y director de la Fiat, lo puso en términos semejantes a estos: "Está bien: es preciso disminuir la contaminación, mas no podemos afectar el crecimiento económico. La economía debe seguir creciendo". Promovieron, entonces, el desarrollo de los servicios, concebidos como industrias sin chimeneas que promoverían un género de crecimiento económico que, según esto, no contaminaría. Dos pájaros de un tiro.
JUAN MANUEL: ¡Vaya! Entonces el límite imposible de trascender para ellos fue la "santidad de la economía", la autonomía de Mammón, el único dios verdadero.
JEAN: Así es. La primera parte, admitida por Illich, es la del análisis crítico de los efectos que tendría el crecimiento industrial. Eso lo acepta e incluso lo propone como línea de análisis en La convivencialidad (2008b). Pero no admite, no puede aceptar, la solución que ofrece el Club de Roma: preservar el crecimiento económico mediante el desarrollo de los servicios. Así las cosas, aquel mismo año, Illich dio una respuesta que lo conduciría a la segunda etapa de su pensamiento: la crítica de los servicios. Entonces pronunció la siguiente máxima: "Más allá de ciertos límites, la producción de servicios hará más daño a la cultura que el que la producción de mercancías ha hecho a la naturaleza hasta ahora". Por favor, observen que esta es una cláusula que demanda, de nuevo, proporción. No sataniza ni los servicios ni la producción, sino que señala límites, límites que no son absolutos, pero que exigen, otra vez, una relación positiva entre la autonomía y la heteronomía.
No podemos trasponer el concepto de contaminación a la cultura. Esa transposición sería falaz. Pero la producción de servicios produce daños a la cultura y es importante analizarlos. Ya no se trata de contaminación material, sino de la destrucción de la cultura. En la base de esta crítica hay una reivindicación de cierto equilibrio que se vería amenazado. La apuesta del Club de Roma, a juicio de Iván, conduciría al rompimiento de un nuevo umbral: a la destrucción de la sinergia o la proporcionalidad entre lo autónomo y lo heterónomo en las culturas. Porque la cultura es, fundamentalmente, autonomía. Ya lo señalaba la ética: si no hay una efervescencia autónoma desde abajo, no hay cultura. La cultura se crea y se recrea constantemente, al nivel de las calles, en los pueblos. La constituye la belleza de las calles. Es la belleza de los barrios en la ciudad y las relaciones de soporte mutuo entre la gente. Entonces, superado cierto umbral, la producción de servicios destruye la cultura. Para demostrarlo, analiza sucesivamente las tres principales instituciones de servicio de la sociedad industrial: la escuela, el sistema de transporte y el sistema médico.
En una segunda fase de su pensamiento, la ve como una modificación del paisaje crítico. La cultura vernácula, a su juicio, debía pasar ahora a primera línea. La economía es el horizonte de la cultura moderna. Illich contrapuso a la economía el rescate de los saberes de subsistencia. Una vez más: allende ciertos umbrales, la relación entre la economía y los saberes de subsistencia resulta contraproducente. Aunque hay un lugar para cierta economía en la sociedad, no lo hay para el dominio de la economía sobre la sociedad, como hoy. De tal suerte, a partir de 1980, el acento de sus estudios enfatizó la cuestión de la autonomía: la subsistencia, lo vernáculo, la promoción de las culturas campesinas. Hemos inventado, en este sentido, las expresiones: "ámbitos de comunidad", "comunalidad", "convivencialidad". En ello fue más lejos que Polanyi, quien al hablar de the commons, se refería, sobre todo, a los bosques, las praderas...
DIEGO: ¿El aire no era contemplado por los commons de Polanyi?
JEAN: Aquí hay que tener prudencia. Hace unos veinte años, Gabriel Quadri propuso la noción de global commons, cuando era un ecologista notable, antes de su campaña presidencial. Llegué a tener algunas relaciones de colaboración con él y disputamos mucho. Yo tengo para mí que the global commons es un oxímorón pues, si de verdad son globales, entonces ya no son comunes. Los commons sólo pueden ser locales, pertenecen al ambiente comunitario. Aún de nuevo, un asunto de escala: por la proporción que demanda un ambiente de comunidad para ser viable. Más bien que de los vientos planetarios, entonces, habría que referirse al microclima del terruño para describir la escala de lo convivencial.
Volviendo, pues, a Illich y a su concepción de la convivencialidad, la segunda etapa de su crítica denuncia que vivimos en un mundo de percepciones creadas e impuestas desde afuera. El sistema industrial nos obliga a internalizar ciertas percepciones ajenas a las potencias de nuestros sentidos mediante el uso de instrumentos que nos enajenan de nuestra propia capacidad de percibir el mundo y a nosotros mismos. Illich hablaba de un amigo suyo, enfermo, que fue a ver en el hospital. Le preguntó: "¿Cómo estás, cómo te sientes?", y él le contestó: "Todavía no te puedo contestar porque aún no he recibido los resultados de mis exámenes".
DIEGO: Importa más un estudio, una gráfica pretendidamente objetiva, que la verbalización de las propias sensaciones. En ésta intervienen símbolos vernáculos, tradiciones e imaginarios populares que, generalmente, nos ofrecen una manera de vivir el dolor y de vivirnos en tanto que dolientes, mucho más rica de lo que podrá permitírnoslo jamás la expresión abstracta de un diagrama cartesiano para el que más importa un número que el relato que pueda hacer el paciente de su dolencia.
JUAN MANUEL: Sobre la experiencia en primera persona, se impone la perspectiva científica, lo que puede ser útil para la medicina diagnóstica pero de poco consuelo para el enfermo.
JEAN: Precisamente. Entonces, junto a Barbara Duden, Illich decidió realizar un estudio de la historia del cuerpo, sobre cómo éste se percibe en determinada época (Duden, Barbara: 1987). Ambos buscaron hacer un relato de las percepciones históricas del cuerpo y, mediante ese estudio quisieron ver, a su vez, y comprender el fenómeno de la percepción de sí mismo, de la autoconcepción del cuerpo. Esto llevó a Illich a hablar específicamente de la historia de la mirada; no de la percepción visual como un modo de objetivar el mundo, sino acerca de cómo se ha modificado el acto de mirar a través de la Historia.
En su estudio, Illich divide en cuatro las etapas que alcanzó a ver en la Historia de la mirada. Éste comienza con la mirada que se proyectaba sobre los objetos como miembro eréctil que agarra el color y lo conduce al ojo. Ésa es la perspectiva de los griegos. Su estudio llega hasta la época actual en la que ya no existe autonomía propiamente dicha en el ver. Por otra parte, también es interesante poner la idea de la mirada en relación con las sensaciones auditivas. Éstas nos conducen nuevamente a la proporción. De hecho, incluso tiene inicios de ensayos sobre las percepciones olfativas, que se relacionan con la creación de una atmósfera, algo de lo cual todos los sentidos participan. La música, por ejemplo, para los griegos, es proporción, y la música tiene su equivalencia filosófica en la proporción: en los números, lo que, a su vez, se expresa en las armonías elementales. La tetraktys pitagórica consiste en creaciones numerales que tienen un sentido filosófico: la unidad, la díada, la tríada y la tétrada, como las estaciones del año. Este fue un fenómeno muy estudiado por Illich. En fin, hay otra serie de estudios donde se manifiesta su preocupación por lo autónomo, en continuidad con sus estudios sobre la escuela y la relación entre oralidad y cultura escrita.
Cuando Illich comenzó a hablar de la cultura escrita, tuvo que abordar inmediatamente la novedad del alfabeto. El alfabeto es único en la historia de las escrituras. Esta singularidad acaso explique por qué la cultura griega fue la cultura de los moralistas y filósofos. El gran descubrimiento de los griegos es el alfabeto. ¿Y por qué el alfabeto es absolutamente único entre las escrituras? Porque es la única escritura que permite escribir cosas sin sentido. Puedes escribir "abracadabra". Cualquier cosa que se te ocurra, la puedes escribir. ¿Por qué? Porque el alfabeto parece fundado en un análisis científico del aparato fónico humano.
El alfabeto no resultó por casualidad. El mercader fenicio llegaba con su nave a hacer sus entregas en el puerto de Atenas. La gente subía al barco y se admiraba mucho. Hasta Jenofonte habla con sorpresa del orden de la nave fenicia, tan pequeña, tan ordenada. ¡Y te entregaban lo que habías pedido!
Tú llegabas al barco, y decías: "Oye, ¿me trajiste las quince cobijas de lana?". "Aquí están". "¿Me trajiste mis ocho ánforas?". "Aquí están". "Oye, de las ánforas, quiero doce". "Sí, cómo no". "Y cobijas, mándame treinta más". "Claro". "Oye, ¿qué haces?". "Pues estoy escribiendo tu pedido". "¿Estás haciendo qué?". Los griegos habían tenido otra escritura siglos antes: el lineal B, una escritura silábica, un silabario, pero había desaparecido. "Oye, ¿y con eso que estás haciendo en esas tablillas de arcilla puedes recordar lo que te pido?". "Sí, cómo no". "Oye, ¿me lo enseñas?" "Bueno... Eso es el signo para 'b'; eso es el signo para 'k', y así". Puras consonantes. No hay una sola vocal en la escritura fenicia.
JUAN MANUEL: Ni en el hebreo ni en el árabe...
JEAN: Sí, el hebreo también, como todas las escrituras semíticas... hasta las versiones masoréticas, que empiezan a poner acentos. En árabe hay una tendencia semejante, pero básicamente todo es consonántico. ¿Por qué? Porque, en los idiomas semíticos, las palabras se constituyen mediante raíces de tres consonantes. Yo creo que es igual en árabe que en hebreo...: "ktb" siempre tiene que ver con el libro, pero, según la vocalización, puede ser un substantivo, puede ser una palabra genérica o puede ser un verbo. Entonces, el ojo del lector identifica las raíces y prueba una vocalización, es decir, tiene sentidos diversos si lo lee de forma distinta... De tal suerte, hay un elemento de adivinanza.
DIEGO: No todo está escrito...
JEAN: Así es. Los griegos añaden cinco vocales a las consonantes fenicias e inventan un sistema mecánico de representación gráfica de los sonidos que puede usarse para representar casi cualquier idioma -bueno, casi: habrá sonidos de los idiomas del África del Sur que no puedan representarse.
DIEGO: Y sonidos vocálicos que no están en las vocales griegas...
JEAN: Sí, también, pero entonces lo que pasa es que los griegos se dan cuenta, cuando adquieren cierta destreza, lo que desde luego les toma siglos, de que pueden decir cosas que van más allá de la estructura formularia del idioma común, porque la gente que vive en culturas orales inventa pocas frases y más bien repite fórmulas. Por eso se dice que los campesinos hablan en proverbios. El padre ve que su hijo tiene una novia pero se ve con otras y le dice: "Oye, hijo, más vale pájaro en mano que ciento volando". Es una fórmula, y la gente que aún vive en un régimen de tradición oral posee una biblioteca de fórmulas que se aplica a cualquier situación.
El secreto de la lectura de esas escrituras primitivas, como los silabarios mediterráneos, de los que había varios, es que la gente reconoce las fórmulas que tiene en la cabeza. Leer es reconocer fórmulas. Pero, después del invento del alfabeto, de repente se advierte que se pueden escribir cosas que nunca se habían dicho antes: inventar frases, ya no repetir fórmulas. Esto es una revolución. A partir de ahí, inventan la filosofía, la moral, etcétera. Así trascienden el lenguaje vernáculo. De ahí el tremendo predominio de la escritura característica del alfabeto y el abecedario... terminan por dominar completamente y ahora amenazan otras escrituras, como la gráfica de idiomas como el japonés o el chino. Saben ustedes que los jóvenes japoneses se mandan mensajes alfabetizados en las computadoras y que, cuando quieren escribir un texto en kanji en la computadora, lo teclean primero en letras latinas y después aplican programas que les proponen opciones: kanji, katakana, hiragana, hacen clic, y constituyen el texto japonés a partir del texto alfabetizado. ¿Cuánto tiempo va a durar? Hay peligro de que desaparezca y que llegue un momento en el cual ya sólo usarán las letras latinas.
El extraordinario poder de los alfabetos justifica a los programas escolares. Viendo esto, Illich adoptó una actitud crítica que alcanza hasta las campañas de alfabetización, no sólo la compulsión de la escolarización obligatoria. ¿Por qué alfabetizar a la gente a la fuerza? Está bien que la gente pueda aprender las letras del alfabeto, que se pueden aprender en diez horas, pero otra cosa es basar toda la educación en el alfabeto... Primero, porque eso destruye otras escrituras. Hasta los Tuareg del desierto tienen su manera de escribir. Su idioma se llama el Tamachek y tiene sus letras, que no son árabes ni latinas... El alfabeto tiende a destruir todo eso, todas las escrituras del mundo, pero no solamente eso, sino que también acaba por destruir la oralidad y, con ello, la idiosincracia y las capacidades de la mente humana, que son capacidades mnemotécnicas sin comparación. Pienso en pueblos indígenas en México, en un caso contemporáneo a nosotros en el que el cacique de un pueblo llama a un mensajero y le dicta un mensaje para otro cacique, que está a varios kilómetros del suyo; habla durante quince minutos y el muchacho mensajero va y lo repite sin olvidar nada. Hemos perdido eso y lamentablemente hemos obviado una exploración amplia de todos los aspectos del conflicto entre lo autónomo y lo heterónomo.
DIEGO: Jean, ahí donde Illich se pronuncia en contra de la alfabetización absoluta, adivino algo más, otro temor: un vértigo causado, acaso, por la uniformidad de lo heterogéneo, el rechazo a la desaparición de la pluralidad de las culturas. A ese juicio le subyace un principio metafísico: que la pluralidad es mejor que la uniformidad. ¿Esto es así?
JEAN: Sí, así es. Es muy interesante lo que dices y creo que explica, en parte, el distanciamiento entre Iván Illich y Jean-Pierre Dupuy, después de que Dupuy se volviera amigo y discípulo de René Girard. Girard tiene un concepto muy extremista de las culturas, que es, en sus términos, correcto. ¿Qué es una cultura? Una serie de dispositivos orientados a contener la violencia interna de las comunidades humanas. Inmediatamente, Dupuy dice que "contener" tiene dos sentidos: ser continente o contenedor, y ser contención. O sea, hay algo en la raíz de la cultura que es violento, pero la ritualización de esa violencia contiene la violencia como contención.
JUAN MANUEL: Eso es lo que nos enseña, a ojos de René Girard, la fórmula evangélica de que "Satán expulsa a Satán" (Mt: 12, 26). En efecto, Girard reconoce una violencia en la fundación de las culturas: en el asesinato del padre, que Freud postuló, Girard reconoce el primer pacto social, político, de cualquier comunidad humana y en la representación de ese asesinato en los mitos (que lo ocultan, aunque dejan huellas que podemos rastrear) y en la liturgia encuentra una patente evidencia de ello. Las instituciones que mantienen la cohesión de la cultura están, pues, orientadas a utilizar la violencia para aplacarla e impedir la "guerra de todos contra todos", contra la que pensó Hobbes la necesidad de que el Estado tuviera el monopolio de la violencia.
JEAN: Sí, Satán expulsa a Satán y, naturalmente, Girard habla sobre el sacrificio... Asimismo, piensa en la superación de la lógica sacrificial, uniformista, que vuelve monótonas a todas las culturas... En ese sentido, Girard acude a las Escrituras, por ejemplo los pasajes donde Lucas cita la profecía de Isaías sobre las consecuencias que tendría el advenimiento del Mesías en el contexto de la prédica de Juan Bautista: "Todo valle será rellenado, todo cerro y colina será nivelado, los caminos torcidos serán enderezados, y allanados los caminos disparejos" (Lc: 3, 5). Para el filósofo francés, el sacrificio de Jesús en el Gólgota constituye la superación de la lógica sacrificial que fundó todas las culturas. En ese sentido, la relación que Girard ve entre la revelación cristiana y la Modernidad supone el triunfo de la Cruz.
Hay algunas expresiones en Girard que Illich no podría aceptar. Iván tiene otra valoración de la Modernidad. Iván decía que si pudiéramos ver el mapa de las culturas desde lo alto, sería como una especie de alfombra oriental. Ahí tienes un dibujo que corresponde a la cultura japonesa, ahí uno que corresponde a la cultura de Chiapas, más allá, el de las culturas de la costa occidental... Lo que resulta es un mapa de enormes diferenciaciones. Las culturas tienen todas sus códigos éticos -él no usaba la palabra código-, sus devociones, sus sabores, sus prácticas culinarias, hasta sus artes de amar, puedes añadir... Y la alfombra de las culturas es más diversa que cualquier alfombra oriental. Mas la Modernidad no admite este mapa... y es como si, poco a poco, tramas enteras de la alfombra fueran volteadas al revés, y ahí vieras la parte de atrás de la alfombra, la trama elemental. Para la Modernidad habría que voltear al revés el tejido cultural, haciendo aparecer esa uniformidad gris que es la exclusión de la Modernidad...
JUAN MANUEL: Déjame ver si entiendo, Jean, el conflicto entre Dupuy e Illich. Illich encuentra y celebra la diferencia entre las culturas, su gran variedad y la multitud de sus diferenciaciones y ese fenómeno lo maravilla. Lo admite, y para él opera como bueno y deseable. Por su parte, Girard observa el mismo fenómeno, pero para él es infinitamente más monótono que para Illich. Evidentemente, no obvia las diferencias culturales, que también lo seducen, pero, al final, él sólo ve relaciones sacrificiales. Y todas las relaciones sacrificiales son eventualmente reductibles al modelo general que llama "mecanismo del chivo expiatorio", precisamente por su monotonía, que ya habían asentado los estudiosos de las culturas.
No obstante, creo que ambos, Illich y Girard, están de acuerdo en muchas más cosas que en las que están en desacuerdo. Tú me has contado que buena parte del trabajo de Dupuy tiene que ver con encontrar cuáles son esas simetrías. Tal vez la más evidente sea que los dos reconocen en el acontecimiento cristiano una originalidad y una novedad por encima de todos los demás acontecimientos históricos. Girard deriva de ahí nuestra actitud de preocupación hacia los débiles, es decir: nuestro rechazo a permanecer en moldes victimarios o, dicho de otra manera, la percepción de la inocencia de la víctima sacrificial y la mañosa justificación de las potestades en el sacrificio. Para Illich, el acontecimiento cristiano nos abre la posibilidad de un amor inédito en ninguna otra cultura previa o posterior al cristianismo.
Así, valoran el mismo acontecimiento como central de la Historia, pero tienen opiniones distintas sobre cuáles son las consecuencias del cristianismo para las culturas. Para Girard, supone la superación de los esquemas sacrificiales en los que habrían estado asfixiadas las culturas. Para Illich, deriva, sí, en esta mayor libertad del amor, pero también en el rompimiento de las proporciones que permitían las estructuras sacrificiales en las diversas culturas. ¿Tú lo ves así?
JEAN: Sí, absolutamente. El texto clave para la comprensión de esta posición de Illich es In The Rivers North of The Future. No es propiamente un escrito suyo, puesto que es la trascripción de una entrevista que le hizo David Cayley en donde habla de la novedad que representa para las culturas la parábola del buen samaritano que, a su juicio, había sido leída erróneamente como la postulación de un ejemplo de caridad, más bien que como la revolución que rompe los límites que habían impuesto las culturas, al sugerir la posibilidad de la amistad a un prójimo que nunca habría sido tenido por tal en ninguna cultura: el extranjero y, aún peor, el miembro de un grupo enemigo. Para él, la parábola del samaritano como respuesta a la pregunta maliciosa de un hombre de la ley que quiere encontrar pretextos para asesinar a Jesús, "¿quién es mi prójimo?", introduce un elemento extremadamente peligroso en la cultura: la superación de la noción griega de la filia, la amistad.
La ciudad griega era una organización cuyo fin era la promoción de la filia, la creación de dominios de florecimiento de la amistad entre gente nacida en la misma ciudad; iguales, no, pero sí conciudadanos porque la ciudad era como el organismo que producía a sus ciudadanos, una matriz. La ciudad tenía una consistencia casi orgánica para los griegos, no era en absoluto una abstracción. Pero este lazo de filia se podía eventualmente extender, aunque con ciertos límites, a los metecos (metoikoi, los que comparten nuestra casa), a los otros que vivían entre ellos sin ser de los suyos, porque habían nacido en otra ciudad, en otra matriz, como Aristóteles, quien era un meteco (metoikos) en Atenas: no podía votar, no podía participar en las asambleas ni aspirar a patrocinar el festival religioso anual celebrado en honor de Dionisos, en el cual ocurría el célebre concurso teatral de Atenas, privilegios éstos de los ciudadanos atenienses. Pero, con los más alejados, eventualmente se podían organizar relaciones de comercio, de tráfico de objetos con ellos: eso es lo que hacían los mercaderes, que gozaban la hospitalidad de gente lejana...
Sin embargo, la clase de hospitalidad que ofrece el samaritano al malherido judío de la parábola, es completamente nueva. Illich nos enseña que, para entender la revolución que este relato supone, habría que imaginarnos a dos enemigos actuales, un judío y un palestino, por ejemplo, y sustituirlos por los personajes de la narración. Para el judío, el samaritano es hostis, como decían los romanos, extranjero con el que puede estallar la hostilidad. Es evidente que quien así se amista con el enemigo merece la enemistad de los suyos pues trasciende los límites trazados a la amistad, traicionándola, límites que son impuestos por la cultura que delimitan tanto la etnia como su ethos.
En los primeros siglos cristianos, se perdió el chiste de la parábola. Los predicadores presentaron la parábola del samaritano como la promoción de un amor debido a los pobres, los extranjeros, los viajeros. Entonces, en vez de añadir un plato en la mesa para el pobre que podía tocar a la puerta, crearon una institución de atención a los viajeros, enfermos, peregrinos, pobres, desdichados, ya casi un servicio de hospedaje, como el hotel, heredero de aquella institución más primitiva: el xenodocheion. En cambio, tal como fue contada por Jesús, la parábola decía que la amistad es un acto de libertad: eres libre de escoger a tu amigo. En esta novedad, Illich ve una invitación a la realización de la libertad del hombre, pero también encuentra en este acontecimiento las semillas de la que llama corrupción del cristianismo y caracteriza como la compulsión, primero, de la institución eclesiástica y luego de su réplica laica, el Estado moderno que, a través de la institucionalización de aquella caridad que sólo podía ocurrir entre prójimos, impone una administración de las vidas humanas que es tan inédita como el amor cristiano, que es como su sombra, y resulta en una nueva forma de mal, como un pozo tan profundo como es alta la posibilidad del bien que inauguró el Evangelio.
DIEGO: Claro. Pero más acá de aquello, y siguiendo tu argumento sobre el alfabeto, te querría preguntar otra cosa. Es que intuyo que de alguna manera el cristianismo, al concebir a Dios como lógos, concibe también una nueva oportunidad del lenguaje, en el sentido de que si el alfabeto griego universalizaba y permitía generar abstracciones, ¿no sería posible concebir el cristianismo como un nuevo lenguaje que permita reconocer, más bien que abstracciones, singularidades?
JEAN: Sí, sí, tienes toda la razón...
DIEGO: Lo pregunto porque me da la impresión de que, para afirmar cosas como las que postula Illich acerca de la positividad de la pluralidad, es necesario recurrir a un principio metafísico que quizá sea antes que eso un principio teológico: Dios, como Logos que habla, en su hablar no universaliza, sino que singulariza.
JUAN MANUEL: Es cierto. En sede teológica, acaso este principio se pueda ver en la vida intratrinitaria aún antes que en la actividad extratrinitaria de Dios, por la que, como dice Diego, el Padre pronuncia su Verbo, que se encarna. En efecto, el Dios de los cristianos, es Trinidad: es, en sí mismo, sus relaciones. Este Dios comunitario es muy distinto tanto del Logos de Heráclito como del Ser de Parménides; también difiere del motor inmóvil de Aristóteles y aún del Uno-Bien de Platón y de Plotino, acaso las más egregias definiciones de Dios en el mundo griego.
JEAN: La relación es una dimensión nueva, ciertamente: es la ensarkosis Logou o encarnatio Verbi -el griego de Juan, Logos, es vertido por Jerónimo al latín como Verbum- y la originalidad del Evangelio es que el Logos ya no es un principio abstracto, como entre los griegos, matematizable, sino que se encarna. Illich también estudió la desencarnación del Logos a través de la historia cristiana. Una de las fases está significada, por ejemplo, por el cambio radical, o los cambios radicales, tanto de la tecnología de la escritura, como de la etología de la lectura, que intervinieron a partir de los siglos XII y XIII. Antes de esa época, por lo general, no había separaciones entre las palabras en las líneas. En ciertos manuscritos carolingios, se aprecia una separación entre las sílabas, pero las sílabas no siempre forman palabras. Tú puedes hacer el experimento: si escribes "Hombresneciosqueacusáis", sin separación entre las palabras, no puedes leerlo en silencio. Empiezas a poder leerlo cuando lo lees en voz alta. Entonces el camino de la inteligibilidad va de los ojos a la voz pasando de los oídos al entendimiento, desde la escucha. Incluso aquí la lectura es escucha porque entiendes lo que lees en tu voz.
JUAN MANUEL: Al mismo tiempo que, debido a los medios de la producción editorial de la época, hay muy pocos manuscritos disponibles y, entonces, la gente se reúne para escuchar a quien los lee.
JEAN: Exactamente. Eso es importante porque estamos todavía en el siglo XII con un tipo de lectura que es necesariamente sonora. La lectura se oye. Si alguien lee, los demás lo escuchan y la gente se reúne. Leer un libro, por aquellos días, era un poquito como interpretar un instrumento. Hay una guitarra, ¿sabes interpretarla? Hay un libro, ¿lo sabes interpretar? Me dice un amigo iraní que en su lengua, el farsí, se usa la misma palabra para leer un libro que para tocar un instrumento. Ahí todavía existe esa proximidad. Entre los siglos XII y XII, pues, se empiezan a elaborar manuscritos en los que sistemáticamente son separadas las palabras, con lo que, poco a poco, la lectura se va a hacer silenciosa y el libro pasa de ser un pergamino o un mueble a un objeto portátil: ya no sería necesario leer en voz alta. Pero, en ese momento, surgen los analfabetas: se evidencian quienes no saben leer con los ojos pues sabían leer con los oídos. Se pierde la oportunidad de leer con los oídos.
JUAN MANUEL: Tal vez con el podcast volveremos otra vez a la escucha...
JEAN: ¿Quién sabe? En fin, junto al concepto de "analfabeta" surge una nueva diferenciación que inmediatamente deriva en discriminaciones sociales. Por ejemplo, el trato de los condenados letrados no sería igual al trato que recibían los condenados analfabetas. Si, a la hora de subir al cadalso el condenado pedía una hoja y una pluma, y empezaba a escribir, inmediatamente se detenía la ejecución. No lo podían ejecutar como si fuera un analfabeta. Entonces, hay un proceso de la desencarnación de la palabra escrita... Illich alcanzó a distinguir varias etapas de este proceso en la historia del segundo milenio de la era cristiana. Por ejemplo, en algún punto, se deja de mover todo el cuerpo cuando se lee. Finalmente, lo único que se mueve son los ojos. El recorrido de la desencarnación de la palabra llega, pues, en nuestros días a su mayor expresión con la emergencia del hipertexto en Internet, donde ya ha desaparecido, incluso, el soporte material del texto. Mientras en Medio Oriente hay comunidades tanto cristianas como judías y musulmanas en las que la lectura se acompaña de gestos rituales.
JUAN MANUEL: Como en la lectura de la Torá de los judíos: para ellos, la palabra de Dios está viva y lo manifiestan balanceándose hacia adelante y hacia atrás mientras pronuncian las palabras de su Escritura.
DIEGO: De ahí, también, la importancia del teatro. Se trata de un texto peculiar que sólo adquiere vida cuando es leído en el contexto de la acción escénica: el teatral es un texto que está hecho para ser encarnado.
JEAN: Sí, claro. Bueno, todas estas son cosas que interesaron a Illich. Pero, para Girard, la historia del cristianismo es una revelación progresiva de la verdad sobre el sacrificio, manifiesta en la Cruz, que cada vez más paraliza la eficacia de la violencia sacrificial, mientras que, para Illich, la historia del cristianismo es más bien la de la corrupción de lo mejor que se dirige hacia una disolución, una traición: a la desencarnación del Verbo.
JUAN MANUEL: Comoquiera, querido Jean, creo que Girard estaría de acuerdo con Illich en los temores que él albergó. Girard no sólo lee la revelación cristiana como la superación de la sacrificialidad, sino que también admite las consecuencias nefastas de este acontecimiento y los riesgos que entraña la explosión del aparato sacrificial. Aunque parezca paradójico, Girard también reconoce que, gracias a la Encarnación del Verbo, éste es el peor de los mundos posibles, al mismo tiempo que defiende que el nuestro es el mejor de los mundos posibles. Simultáneamente, el mejor y el peor, pero debido a distintos aspectos de la Encarnación. Creo que Illich podría haber dicho lo mismo en el sentido de que esta desencarnación de la que nos hablas ha derivado en el peor de los mundos posibles precisamente gracias a que puede reconocerlo a partir del infinito bien que representa su Encarnación, por la que quienes vivimos después de aquel acontecimiento, vivimos en la plenitud de los tiempos. De modo que también él vivió en el mejor de los mundos posibles, en un ámbito comunitario, donde la palabra sigue teniendo un arraigo que nos permite observar su desencarnación...
JEAN: No lo dijo exactamente en esos términos.
JUAN MANUEL: No lo dijo así, pero ¿no es ese es el marco de referencia por el que pudo hacer una crítica tan radical como la que hizo?
JEAN: Déjame buscar en la entrevista que le da a David Cayley el sitio donde dice que no puede imaginar un tiempo mejor para hacer lo que quiere hacer en su vida, un tiempo en el que puede establecer ciertas amistades, de un tipo particular. Mira, aquí está. Cayley le pregunta cómo es posible vivir en gratuidad en mundo como el que él pinta, y le responde: "Los amigos, los amigos... gratuidad, sólo eso. Por el puro gusto, por tu bien..." (Illich, Iván, 2005: p. 228).4 Y, más adelante:
En este mundo, no podría encontrar una situación mejor para vivir con quienes amo, que son, precisamente, gente que percibe profundamente el hecho de que han traspasado un umbral. Y pueden entenderme cuando hablo de gratuidad porque ya no están tan profundamente imbuidos del espíritu instrumental o fútil. Verdaderamente creo que hoy existe una manera de ser comprendido cuando hablas de gratuidad, y la gratuidad en su más bella inflorescencia es alabanza, disfrute mutuo, y que lo que descubren algunas personas descubren, como aquellas que proponen una nueva ortodoxia, es que el mensaje cristiano es que vivimos juntos, celebrando el hecho de estar aquí y de ser quienes somos, y que la contrición y el perdón son parte de eso que celebramos, doxológicamente (Illich, Iván, 2005: p. 229).5
DIEGO: No puede encontrar un tiempo mejor que éste en el que habitamos bajo la posibilidad de la Ley del Espíritu: el amor...
JUAN MANUEL: ¡Pero tampoco uno peor! ¡Y por el mismo motivo! Y es que ese amor puede corromperse y, entonces, se corrompe lo mejor. En otro momento de esta misma conversación, uno de gran patetismo, Illich le confiesa a Cayley, desde la que debió ser una vulnerabilidad no menor, su perplejidad por el "misterio de la inquidad" que él llama con la misma expresión de la Segunda carta a los Tesalonisenses (2, 7). Ahí, Pablo nos dice que, misteriosamente, el mal opera actualmente, entretanto, mientras que aguarda a ser depuesto. O sea que será depuesto y que no es definitivo ni omnipotente, que es la sombra del bien. No es, como Dios, eterno. Pero ¡es un misterio tremendo! No es menos misterioso que escuchar en el Evangelio a Jesús reconocer que el príncipe de este mundo, por ahora, ¡es el nada menos que el padre de la mentira!, el acusador, quien divide: el maligno. Y que es el autor del mundo quien le concede semejante potestad... Creo que, como señala Cayley en ese sitio de la entrevista, Illich tenía que vérselas con la omnisciencia de Dios previendo las posibilidades de que su bien preciado, su propio hijo, vendría a inaugurar para nosotros, junto al bien del amor que realizaría hitos inéditos, también inauguraría honduras en el impensables para cualquier cultura precedente, un mal que sería el oscuro espejo del bien. Esto dice Illich:
El mysterium inquitatis es un misterio porque sólo puede ser asido a través de la Revelación de Dios en Cristo. [...] Diré que esta cuestión puede ser mirada bajo una nueva luz si asumimos [...] que no estamos frente a un mal cualquiera, sino frente al hecho de que la corrupción de lo mejor ocurre cuando el Evangelio se institucionaliza y el amor se transforma en demanda de servicios. Las primeras generaciones de cristianos reconocieron que un tipo misterioso de (¿cómo llamarlo?) perversión, inhumanidad, negación, se había vuelto posible. Su idea del mysterium iniquitatis me ofrece la clave para entender el mal que enfrento ahora y no consigo nombrar cabalmente. Al menos yo, como hombre de fe, debo llamarlo una traición misteriosa, o la perversión de la inédita libertad traída por el Evangelio.
Lo que estoy planteando aquí, en desorden, a tropezones y hablando libre e improvisadamente, es algo que he evitado decir por treinta años. Permíteme intentar decirlo ahora de una forma que otros puedan escucharlo: en la medida que te permitas concebir este mal que tú ves como un mal de nueva cuña, un mal de una especie misteriosa, mayor y más intensa es la tentación (...no puedo evitar decirlo, no iré más allá sin decirlo...) de maldecir la Encarnación de Dios (Illich, Iván, 2005: p. 61).
No puedo leer esto sin que me recorra el cuerpo un escalofrío. Ni puedo, tampoco, leer tales palabras con la torpeza de creer que blasfema. Creo que se trata de otra cosa: de una conciencia extrema de los fueros del mal. Por eso creo que hay que decir que las palabras que nos leyó Jean, donde Iván reconoce la posibilidad del amor incluso frente a la pregunta de un Cayley probablemente abatido al concluir el catálogo de las brujas cazadas por este moderno cazador de brujas que fue Iván, pertenecen a la misma conversación. Illich se permitió trascender el ámbito de lo ético y gozar él mismo las mieles del amor más allá de las fronteras que le impuso su propia cultura. Quienes lo conocieron me lo han pintado, si no como un optimista (¿y qué estupidez sería el optimismo?), como un hombre alegre hasta el final, un hombre de esperanza, que se dejó provocar por el ámbito comunitario de la cultura para establecer relaciones de amistad con gente tan distante a su matriz como... Cuernavaca.
JEAN: O el Japón... Era amigo íntimo de Yoshiro Tamanoi, un científico japonés. Tanto así que, cuando murió en Okinawa, encargó en su testamento que Illich esparciera sus cenizas en el mar. Y al Japón fue Iván, a cumplir su última voluntad. Pocos años después vino su hija en peregrinación a Cuernavaca a visitar al amigo de su papá. Cuando la llevé a la Catedral, corrigió algunas de las cosas que los frescos cuentan sobre la crucifixión de san Felipe de Jesús.
JUAN MANUEL: Su mirada sobre las instituciones modernas es pesimista en el sentido de que reconoce y señala la inercia contraproducente a la que llegan a dar cabida. Y, efectivamente, mira todo el tiempo al tiempo que resta, al eschaton, y piensa en cosas como catástrofes nucleares... Pero estimo que no creía que esa fuera la última palabra. Recuerdo que me dijiste alguna vez que, entre otras, refería la risa como una cura...
JEAN: Sí. Me recordaste los primeros tiempos en que empecé a verlo con regularidad. Camino adonde estuvo el CIDOC hay un monumento de Ávila Camacho, donde vivía, en una casa móvil, un personaje extraño. Hablaba alemán y solíamos conversar. Se llama Christian von Hatzfeldt. Un día que iba a ver a Iván, llegué y lo encontré con este joven. Iván le decía: "Mira, Christian, las cosas son tremendas, pero ¡yo soy tan feliz aquí...!".
JUAN MANUEL: Jean, adivino que responderás que no, pero quiero preguntártelo de todos modos: ¿Illich era un desesperado?
JEAN: Decididamente, no. Illich tenía siempre una disponibilidad a abrirse a los otros y al mundo. Tenía un gran amor a lo que hoy es y mañana ya no. Una de las cosas que decía era que había que celebrar nuestras bendiciones. Era esa una forma de hablar sin mencionar ningún concepto ligado a la escasez, pues se había dado cuenta de que el molde económico había invadido todo, de tal forma que casi ya no podías decir una frase que no la implicara.
JUAN MANUEL: ¿Y cuál es tu balance sobre todo esto? Ya hemos platicado mucho sobre doctrinas afines a ti por la relación de amistad que tienes con quienes las sostienen, Dupuy e Illich. ¿Y Jean, qué piensa de esto? ¿Para Jean es el acontecimiento cristiano tan significativo como para ellos? ¿Efectivamente nos deja tanta miseria y tanta dicha?
JEAN: Mira: a veces, yo vivo con premoniciones de grandes peligros, de que todo puede acabar muy mal. Aunque, por otro lado, también veo elementos de esperanza. Observo una suerte de despertar. En México, por ejemplo, se puede citar el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, el revuelo que causó el Movimiento Yo Soy 132, o a esas comunidades que tienen el valor de declararse autónomas. También observo un advenimiento de la conciencia entre la gente de la ciudad de que lo vernáculo es importante, de que las culturas indígenas son importantes.
Hay gente que dice que vivimos en una época post-cristiana, que el cristianismo se esfumó. Illich decía más bien que vivimos en una época hipercristiana. Esa cristianización aguda del mundo moderno es en gran parte una institucionalización. Como decía Chesterton, ya en 1910: "El mundo está lleno de antiguas virtudes cristianas vueltas locas". Y, hasta cierto punto, la Modernidad es una idea cristiana vuelta loca. Illich era un eclesiólogo, un historiador de la Iglesia o mejor dicho de la instituciones eclesiales. Para él era casi inevitable ver en las instituciones modernas un reflejo de las ideas cristianas. Por ejemplo, no puede dejar de relacionar la obligatoriedad de la escuela con la obligación de asistir a la misa dominical.
Vaya, tal vez parezca un poquito absurdo, pero no muy lejos están, ciertamente, las estaciones de gasolina en una carretera de los albergues medievales dispuestos para los peregrinos por el Camino de Santiago. Es una corrupción porque el servicio, la diaconía griega, era una puesta a la disposición del otro, un don de sí mismo al otro. Bueno, pues, el servicio se institucionaliza y termina convirtiéndose en negocio, pero en su autenticidad primordial, el acto de servicio era un don de sí mismo.
JUAN MANUEL: ¿Conoces a las Patronas? Lo que describes se parece más a lo de las Patronas. Preparan comida todos los días y se la arrojan a los que van montando la Bestia, a los inmigrantes, como una ayuda para llegar a su destino. Y son las Patronas porque en esa comunidad viven prácticamente puras mujeres: los hombres viven en Estados Unidos, también de inmigrantes. Entonces, el de esas santas mujeres es un don de sí porque viven muy pobremente, tienen recursos muy limitados.
JEAN: ¡Ah! No, no las conocía. Pues sí, a eso se parece lo del Evangelio. Cuando el sistema social empieza a colapsar, se buscan organizaciones probadas del pasado. No quiero decir que hayan de reproducirse tal cual, pero creo que pueden inspirar el nacimiento de otras nuevas formas de vida comunitaria... La política de cercanía, la política que se hace en esas comunidades donde todos se conocen, como en las comunidades indígenas, es una inspiración para el presente: el don de sí.
Referencias
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Koschorke, Albrecht. 1990. Geschichte des Horizonts. Grenze und Grenzüberschreitung in literarischen Landschaftsbildern. Berlin: Suhrkamp.
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______, 1980. Le temps qu'on nous vole. Contre la société chronophage. París: Seuil, 210 pp.
Notas
1 La gran figura de CoBrA del lado holandés es Karel Appel, un pintor que aventaba las pinturas sobre el lienzo como hicieron después los pintores abstractos de Nueva York. Originalmente, fue un movimiento con la pretensión de romper la hegemonía de París en el mercado de las artes plásticas. CoBrA quiere decir Copenhague, Bruselas, Ámsterdam. Desde el principio estuvo ligado con el movimiento "situacionista" fundado por Guy Debord. Guy Debord es de París, pero el movimiento se hizo fuerte en Bruselas. Todo eso fue fermentando y de ahí surgió un movimiento cuyo objetivo inmediato fue el proyecto de las bicicletas públicas gratuitas en Ámsterdam. [Nota de Jean Robert]
2 Su nombre original era Gerhart Hirsch, pero su familia adoptó el apellido de Horst porque sonaba menos judío. La mamá no era judía y, cuando entraron los nazis, mandó a su hijo adolescente a Suiza, a un internado de bachillerato en Schiers, cerca de Davos. Nos contaba que cuando podía escapar hacia la Suiza francesa, lo hacía. Estudió Química en la Universidad de Lausanne e hizo teatro. Conoció a su esposa inglesa, Dorine, haciendo teatro. Y ahí también conoció a Jean-Paul Sartre, en una visita que Sartre hizo a Lausanne. Luego, la guerra terminó y soñó con establecerse en París, pero no pudo porque era alemán: el Anschluss, la anexión de Austria a Alemania, no se disolvió inmediatamente, así que, como ciudadano alemán, era indeseable en Francia. Finalmente, entró clandestinamente y se transformó en lo que en Francia llaman pigiste: alguien que hace travail à la pige, un articulista que no firma sus artículos, que gana un tanto por línea y escribe sobre cualquier asunto. Eso le ayudó mucho para aprender francés. [Nota de Jean Robert]
3 "El caminante -Jean Robert, que ha renunciado al coche, es un maestro en ese arte-, no se dirige, semejante al automovilista sentado como un bulto en el asiento delantero, hacia un sitio, mientras, ajeno al mundo de afuera, sometido al acelerador y al volante, envuelto por una atmósfera climatizada y por la música de un cd, traga kilómetros de asfalto hacia delante y los desecha por el retrovisor hacia atrás; no es tampoco el cibernauta que, apoltronado frente a su computadora, simula viajar en el espacio y el tiempo, sintiendo que han conquistado la ubicuidad de los dioses, cuando, diría Jean Robert, es sólo una interfase conectada a un complejo sistema de dominación: tampoco es el homo tecnologicus, que cree, mediante el eficientismo de sus aparatos, transformar el mundo, cuando sólo se hace esclavo de poderes que no sabe manejar y lo destruyen junto con su entorno. Por el contrario, el caminante, que se desplaza sobre sus pies, siente el suelo, sus sentidos perciben cada parte del mundo que recorre: huele, mira, escucha, siente el peso y la densidad del territorio que recorre en una relación de proporción, es decir, entre lo que el mundo es y lo que sus sentidos le permiten percibir de él, y posee, por lo mismo, una gran capacidad de sorpresa y una profunda experiencia de su libertad y de su autonomía. Quien piensa con los pies ejerce así una crítica tan radical, compleja, desconcertante e incapturable como los meandros que sus pies recorren" (Sicilia, Javier en añorve, César, et al.: 2007: p. 9).
4 Aún no existe una traducción al español publicada; las que aquí se presentan pertenecen a la traducción, inédita, que realizó Ana Gabriela Blanco.
5 Illich se refiere aquí a la Radical Orthodoxy. Habían estado leyendo, él y Cayley, dos de sus textos fundacionales: Pickstock, Catherine: 1997 y Milbank, John: 1999.
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jueves, 6 de junio de 2019
Brave new biocracy: health care from womb to tomb, por Ivan Illich
Title: BRAVE NEW BIOCRACY: HEALTH CARE FROM WOMB TO TOMB , By: Illich, Ivan, NPQ: New Perspectives Quarterly, Winter94, Vol. 11, Issue 1
BRAVE NEW BIOCRACY: HEALTH CARE FROM WOMB TO TOMB
Contents
Life is not Sacred
The History of a Life
A History of Health
The Illusion of Responsibility
Hygienic Autonomy: A Manifesto
Life, Death and the Boundaries of the Person
DNA maps and genetic cleansing; embryo cloning and euthanasia; organ transplants and physician-assisted suicide--never before have the traditional boundaries of life and death become so blurred. Never before has science intruded so pervasively into the sanctuary of the person. Where once only angels would tread, the medical establishment now treats. Are we closer to the secret of life, or just farther from God and nearer to the dust? In this symposium NPQ takes an anxious look at the new frontiers of man's fate.
Life is not Sacred
BREMEN, GERMANY -- Physicians in the Hippocratic tradition were pledged to restore the balance -- or "health" -- of their patient's constitution but forbidden to use their skills to deal with death. They had to accept nature's power to dissolve the healing contract between the patient and his physician.
When the Hippocratic signs indicated to the physician that the patient had entered into agony, the "atrium between life and death," he had to withdraw from what was now a deathbed. Both quickening -- coming alive in the womb -- and agony -- the personal struggle to die -- defined the extreme boundaries between which a subject of medical care could be conceived.
In our world, these boundaries have been obliterated. By the early 20th century, the physician came to be perceived as society's appointed tutor of any person who, having been placed in a patient role, lost his own competence.
Physicians are taught today to consider themselves responsible for lives from the moment the egg is fertilized through the time of organ harvest. They have become the socially responsible professional manager not of a patient, but of a life from sperm to worm. Physicians have become the bureaucrats of the brave new biocracy that rules from womb to tomb.
In societies confused by the technological prowess that enables us to transgress all traditional boundaries of coming to life and dying, the new discipline of big-ethics has emerged to mediate between pop-science and law. It has sought to create the semblance of a moral discourse that roots personhood in the "scientific ability" of bioethicists to determine who is a person and who is not through qualitative evaluation of the fetish, "a life. "
What I fear is that the abstract, secular notion of "a life" will be sacralized, thereby making it possible that this spectral entity will progressively replace the notion of a "person" in which the humanism of Western individualism is anchored. "A life" is amenable to management, to improvement and to evaluation in a way which is unthinkable when we speak of "a person." The transmogrification of a person into "a life" is a lethal operation, as dangerous as reaching out for the tree of life in the time of Adam and Eve.
The churches -- one of the most important agencies for defining moral issues in public life -- bear a particular responsibility as a lost civilization turns to them for guidance on such issues as abortion, euthanasia, organ transplants, embryo cloning and eugenics.
"A life" is the most powerful idol the church has had to face in the course of its history. More than the ideology of empire or feudal order, more than nationalism or progress, more than gnosticism or Enlightenment, the acceptance of "life" as a God given reality lends itself to a new corruption of the Christian faith.
The Christian West has given birth to a radically other kind of human condition unlike anything before it. Only within the matrix which Jacques Ellul calls the "technological system" has this new type of human condition come to full fruition. A new role opens for mythmaking, moralizing, legitimating institutions, a role which cannot quite be understood in terms of old religions, but which some churches rush in to fill.
The new technological society is singularly incapable of generating myths to which people can form deep and rich attachments. Yet, for its rudimentary maintenance it needs agencies which create and legitimate fetishes to which epistemic sentimentality can attach itself.
We seem to need a Linus blanket, some prestigious fetish that we can drag around to feel like defenders of sacred values. "Life" has become this blanket: it has come to constitute an essential referent in current ecological, medical, legal, political and ethical discourse. Consistently, those who use it forget that the notion has a history. It is a Western notion, ultimately the result of a perversion of the Christian message.
When the Lord announced to Martha "I am Life," he did not say "I am a Life." He says "I am Life" tout court. This Life has its historical roots in the revelation that one human person, Jesus, is also God. This one Life is the substance of Martha's faith. In the Christian tradition, we hope to receive this Life as a gift; and we hope to share it. We know that this Life was given to us on the Cross and we cannot seek it except on the via crucis.
This Life is gratuitous, beyond and above having been born and living. But, as Augustine and Luther constantly stress, it is a gift without which being alive would be dust.
Life in the Christian tradition is personal to the point of being one person, both revealed and promised in John 19. It is something profoundly other than the life which appears as substantive in all the headlines about abortion or euthanasia in American newspapers.
At first sight, the two have nothing in common. On the one side, the Bible says: Emmanuel, Godman, Incarnation. On the other, the term is used to impute substance to a process for which the physician assumes responsibility, which technologies prolong and atomic armaments protect; a substance which has standing in court, can be wrongfully given, and about whose destruction without due process or beyond the needs of national defense or industrial growth the so-called pro-life organizations are incensed.
However, at closer inspection, life as a property, as a value, a national resource, a right, is a Western notion which shares its Christian ancestry with other key verities defining secular society.
The notion of a human life as a distinct entity which can be professionally and legally protected has been torturously constructed through a legal-medical-religious-scientific discourse whose roots go far back into theology.
The emotional and conceptual connotations of life in Hindu, Buddhist or Islamic traditions are utterly distinct from those evident in the current debate on this subject in Western democracies.
In the United States, the politicized pro-life movements are sponsored mainly by Christian denominations.
It is for this reason that it is mainly up to the churches to de-mystify "life." The Christian churches now face an ugly temptation: to cooperate in the social creation of a fetish which, in a theological perspective, is the perversion of revealed Life into an idol.
The History of a Life
Biblical scholars are well aware of the limited correspondence between the Hebrew word for blood, dam, for breath, ruah, and the Greek term we would render as soul, namely, psyche. Neither comes anywhere near the meaning of the substantive, life. The concept of life does not exist in Greco-Roman antiquity: bios means the course of a destiny and zoe something close to the brilliance of aliveness. In Hebrew, the concept is utterly theocentric, an implication of God's breath.
Life as a substantive notion appears two thousand years later, along with the science that purports to study it. The term biology was coined early in the 19th century by Jean-Baptiste Lamarck. He was reacting to the baroque progress in botany and zoology which tended to reduce these two disciplines to the status of mere classification. By inventing a new term, he also named a new field of study, "the science of life."
Lamarck's genius confronted the tradition of distinct vegetable and animal ensoulment, along with the consequent division of nature into three kingdoms: mineral, vegetable and animal. He postulated the existence of life that distinguishes living beings from inorganic matter not by visible structure but by organization. Since Lamarck, biology searches for the "stimulating cause of organization" and its localization in tissue cells, protoplasm, the genetic code or morphogenetic fields.
"What is life?" is, therefore, not a perennial question, but the pop-science counterfoil to scientific research reports on a mixed bag of phenomena such as reproduction, physiology, heredity, organization, evolution and, more recently, feedback and morphogenesis.
Life appears during the Napoleonic wars as a postulate which is meant to lead the new biologists beyond the competing descriptive studies of mechanists, vitalists and materialists. Then, as morphological, physiological and genetic studies became more precise toward the middle of the 19th century, life and its evolution become the hazy and unintended by-products reflecting in ordinary discourse an increasingly abstract and formal kind of scientific terminology.
THE DEATH OF NATURE | A thread which runs back to Anaxagoras (500-428BC) links a number of otherwise profoundly distinct philosophical systems: the theme of nature's aliveness. This idea of nature's sensitive responsiveness found its constant expression well into the 16th century in animistic and idealistic, gnostic and hylomorphic versions. In these variations, nature is experienced as the matrix from which all things are born. In the long period between Augustine and Scotus this birthing power of nature was rooted in the world's being contingent on the incessant creative will of God.
By the 13th century, and especially in the Franciscan school of theology, the world's being is seen as contingent not merely on God's creation, but also on the graceful sharing of his own being, his life. Whatever is brought from possibility (de potentia) into the necessity of its own existence thrives by its miraculous sharing of God's own intimacy, for which there is no better word than -- His life.
With the scientific revolution, contingency-rooted thought fades and a mechanistic model comes to dominate perception. Caroline Merchant argues that the resulting "death of nature" has been the most far-reaching event in changing men's vision and perception of the universe. But it also raised the nagging question: How to explain the existence of living forms in a dead cosmos? The notion of substantive life thus appears not as a direct answer to this question, but as a kind of mindless shibboleth to fill a void.
LIFE AS PROPERTY | The ideology of possessive individualism progressively affected the way life could be talked about as a property. Since the 19th century, the legal construction of society increasingly reflects a new philosophical radicalism in the perception of the self. The result is a break with the ethics which had informed western history since Greek antiquity, clearly expressed by the shift of concern from the good to values. Society is now organized on the utilitarian assumption that man is born needy, and needed values are by definition scarce. It becomes axiomatic that the possession of life is then interpreted as the supreme value. Homo economicus becomes the referent for ethical reflection. Living is equated with a struggle for survival or, more radically, with a competition for life. For over a century now it has become customary to speak about the "conservation of life" as the ultimate motive of human action and social organization.
Today, some bioethicists go even further. While up to now the law implied that a person was alive, they demand that we recognize that . . . there is a deep difference between having a life and merely (sic!) being alive. The proven ability to exercise this act of possession or appropriation is turned into the criterion for personhood and for the existence of a legal subject.
During this same period, homo economicus was surreptitiously taken as the emblem and analogue for all living beings. A mechanistic anthropomorphism has gained currency. Bacteria are imagined to mimic "economic" behavior and to engage in internecine competition for the scarce oxygen available in their environment. A cosmic struggle among ever more complex forms of life has become the anthropic foundational myth of the scientific age.
LIFE AS ECOLOGY | Ecology can mean the study of correlations between living forms and their habitat. The term is also and increasingly used for a philosophical way of correlating all knowable phenomena. It then signifies thinking in terms of a cybernetic system which. in real time is both model and reality: A process which observes and defines, regulates and sustains itself. Within this style of thinking, life comes to be equated with the system: It is the abstract fetish that both overshadows and simultaneously constitutes it.
Epistemic sentimentality has its roots in this conceptual collapse of the borderline between cosmic process and substance, and the mythical embodiment of both in the fetish of life. Being conceived as a system, the cosmos is imagined in analogy to an entity which can be rationally analyzed and managed.
Simultaneously, this very same abstract mechanism is romantically identified with life and spoken about in hushed tones as something mysterious, polymorphic, weak, demanding tender protection.
In a new kind of reading, Genesis now tells how Adam and Eve were entrusted with life and the further improvement of its quality. This new Adam is potter and nurse of the Golem, his artificial creation.
In the sickening manufactured environment we have made for ourselves, health in the Hippocratic tradition has become an impossibility; balance has become hope-less.
The hope once symbolized in the mystery of the unborn has been corrupted; now there is only the legal entity of the fetus monitored on the sonogram. Agony, too, has been corrupted by the medicalization of death.
Dignity will not be found in the universal health care now demanded, but in hygienic autonomy and in a new found art of suffering and dying. In modern sickness I see the occasion for this discovery.
A History of Health
The concept of health in European modernity represents a break with the Galenic-Hippocratic tradition familiar to the historian. For Greek philosophers, "healthy" was a concept for harmonious mingling, balanced order. a rational interplay of the basic elements. He was healthy who integrated himself into the harmony of the totality of his world according to the time and place he had come into the world.
For Plato, health was a somatic virtue, and spiritual health, too, a virtue. In "healthy human understanding," the German language -- despite critiques by Kant, Hamann, Hegel and Nietzsche -- preserved something of this cosmotropic qualification. But since the 17th century, the attempt to master nature displaced the ideal of the health of a people.
This inversion gives the a-cosmic health created in this way the appearance of being engineerable. Under this hypothesis of engineerability, "health as possession" has gained acceptance since the last quarter of the 18th century. In the course of the 19th century, it became common sense to speak of "my body" and "my health."
In the American Declaration of Independence, the right to happiness is affirmed. The right to health materialized in a parallel way. In the same way as this happiness, modern-day health is the fruit of possessive individualism. There could have been no more brutal and, at the same time, more convincing way to legitimize a society based on self-serving greed. In a similarly parallel way, the concept of responsibility of the individual gained acceptance in formally democratic societies. Responsibility then took on the semblance of ethical power over ever more distant regions of society and ever more specialized forms of "happiness-bringing" service deliveries.
In the 19th and early 20th century, then, health and responsibility were still believable ideals. Today they are elements of a lost past to which there is no return. Health and responsibility are normative concepts which no longer give any direction. When I try to structure my life according to such irrecoverable ideals, they become harmful -- I make myself sick.
HEALTH IS A PLASTIC WORD | Health and responsibility have been made largely impossible from a technical point of view. This was not clear to me when I wrote Medical Nemesis, and perhaps was not yet the case at that time. In hindsight, it was a mistake to understand health as the quality of "survival," and as the "intensity of coping behavior."
Adaptation to the misanthropic genetic, climatic, chemical and cultural consequences of growth is now described as health. Neither the Galenic-Hippocratic representations of balance, nor the Enlightenment utopia of a right to "health and happiness," nor any Vedic or Chinese concepts of well-being, have anything to do with survival in a technical system.
"Health" as function, process, mode of communication; health as an orienting behavior which requires management -- these belong with those post-industrial conjuring formulas which suggestively connote much, but denote nothing that can be grasped. And as soon as health is addressed, it has already turned into a sense-destroying pathogen, a member of a word family which Uwe Poerksen calls plastic words, word husks which one can wave around, making oneself important, but which can say or do nothing.
The situation is similar with responsibility, although to demonstrate this is much more difficult. In a world which worships an ontology of systems, ethical responsibility is reduced to a legitimizing formality. The poisoning of the world is not the result of an irresponsible decision, but rather of our individual presence, as when traveling by airplane or commuting on the freeway, in an unjustifiable web of interconnections. It would be politically naive, after health and responsibility have been made technically impossible, to somehow resurrect them through inclusion into a personal project; some kind of resistance is demanded.
Instead of brutal self-enforcement maxims, the new health requires the smooth integration of my immune system into a socioeconomic world system. Being asked for responsibility is, when seen more clearly, a demand for the destruction of sense and self And this proposed self-assignment to a system stands in stark contrast to suicide. It demands self-extinction in a world hostile to death.
Precisely because I favor those renunciations which an a-mortal society would label suicide, I must publicly expose the idealization of "healthy" self-integration.
To demand that our children feel well in the world which we leave them is an insult to their dignity. Then to impose on them responsibility for their own health is to add baseness to the insult.
INCEDENT DEMANDS | In many respects, biological, demographic and medical research of the last decade, focusing on health, showed that medical achievements only contributed in an insignificant way to the medically defined level of health in the population. Secondly, studies have found that even preventive medicine is of secondary importance in this respect. Further, we now see that a majority of these medical achievements are deceptive misnomers, actually prolonging the suffering of madmen, cripples, old fools and monsters.
Therefore, I find it reprehensible that the self-appointed health experts now emerge as caring monitors who, with their slogans, put the responsibility of suffering onto the sick themselves. In the last 15 years, propaganda in favor of hypochondria has certainly led to a reduction in smoking and butter consumption among the rich and to an increase in their jogging.
But throughout the world, propaganda for medically defined health coincided with an increase in misery for the many. In India. Banerji has demonstrated how the importation of Western thought undermined the hygienic customs of the majority and solidified advancement of elites.
Twenty years ago, Hakin Mohamed Said, the leader of the Pakistan Unani, spoke about medical sickening through the imposition of a Western concept of health. What concerned him was the corruption of the praxis of traditional Galenic physicians, not by Western pharmacopeia so much as by a Western concept of health which sees death as the enemy. This hostility to death -- which is to be internalized along with personal responsibility for health -- is why I regard the slogan of "my body, my health" as indecent.
LIFE AS BLASPHEMY | In recent times, as I discussed earlier, the representation of the substantive concept, "life," has prominently emerged. The physician was required to take responsibility for life. Around 1979, the quality of life was suddenly before us. Biomedicine discovered its competence over "life."
Studying the history of well-being, the history of health, it is obvious that with the arrival of life and its quality -- which was also called health -- the thread which linked that which is called health today with health in the past was broken. Health has become a scale on which one measures an immune system's fitness for living.
The reduction of a person to an immune system corresponds to the deceptive reduction of creation to a global system, Lovelock's Gaia. And in this perspective, responsibility ends up being understood as the self-steering of an immune system. As much as I would like to rescue for future use the word "responsible" -- a word that, as a philosophical concept, only appeared around 1920 -- to characterize my actions and omissions, I cannot do it. And this is true, not primarily because through this slogan for self-regulation of one's own "quality of life" sense is extinguished, management transfigured as beneficial, and politics reduced to feedback, but because God is thus blasphemed.
I ask you to pay careful attention to my form of expression. I am a Christian, but when I speak here about blaspheming God, I want to be understood as an historian, not as a theologian.
I have outlined my thinking. Longing for that which health and responsibility might have been in the recently arrived modernity I leave to romantics and drop-outs. I consider it a perversion to use the names of high-sounding illusions which cannot fit in the world of computer and media for the internalization and embodiment of systems and information theory.
Only if one understands the history of health and life in their historical interconnection is there a basis for the passion with which I call for the renunciation of "life." I completely agree with T. S. Eliot:
Where is the Life we have lost in living? Where is the wisdom we have lost in knowledge? Where is the knowledge we have lost in information? The cycles of Heaven in twenty centuries Bring us farther from God and nearer to the Drust.
The concept of a life which can be reduced to a survival phase of the immune system is not only a caricature, not only an idol, but a blasphemy And seen in this light, desire for responsibility for the quality of this life is not only stupid or impertinent, it is a sin.
The Illusion of Responsibility
I can imagine no complex of controls capable of saving us from the flood of poisons, radiations, goods and services which sicken humans and animals more than ever before. What sickens us today is something altogether new. What determines the epoch since Kristallnacht is the growing matter-offact acceptance of a bottomless evil which Hitler and Stalin did not reach, but which today is the theme for elevated discussions on the atom, the gene, poison, health, and growth.
These are evils and crimes which render us speechless. Unlike death, pestilence, and devils, these evils are without meaning. They belong to a non-human order. They force us into impotence, helplessness, and powerlessness. We can suffer such evil, we can be broken by it, but we cannot make sense of it, cannot direct it.
There is no way out of this world. I live in a manufactured reality ever further removed from creation. And I know today what that signifies, what horror threatens each of us.
A few decades ago, I did not yet know it. At that time, it seemed possible that I could share responsibility for the remaking of this manufactured world. Today, I finally know what powerlessness is. I know that "responsibility" is an illusion.
In such a world, "being healthy" is reduced to a combination of the enjoyment of techniques, protection of the environment, and adaptation to the consequences of techniques, all three of which are, inevitably, privileges.
In order to live today, I must decisively renounce health and responsibility. Renounce, I say, not ignore or become resigned. I do not use the word to denote indifference. What I mean is that I must accept powerlessness, mourn that which is cone and renounce the irrecoverable.
Renunciation can free one from the powerlessness which robs me of my awareness. of my sense. But renunciation is not a familiar concept today. We no longer have a word for courageous, disciplined, self-critical renunciation accomplished in community -- but that is what I am talking about. I will call it askesis.
I would have preferred another word, for askesis today brings to mind Flaubert and Saint Antony in the desert -- turning away from wine, women and fragrance. But the renunciation of which I speak has very little to do with this.
The epoch in which we live is abstract and disembodied. The certainties on which it rests are largely sense-less. And their worldwide acceptance gives them a semblance of independence from history and culture. What I want to call epistemological askesis opens the path toward renouncing those axiomatic certainties on which the contemporary world view rests. I speak of convivial and critically practiced discipline. The so-called values of health and responsibility belong to these certainties. Examined in depth, one sees them as deeply sickening, disorienting phenomena. That is why I regard a call to take responsibility for my health as senseless, misleading, indecent, and, in a very particular way, blasphemous.
Hygienic Autonomy: A Manifesto
Many persons are confused today about something called "health." Experts prate knowingly about "health care systems." Some persons believe that without access to sophisticated and expensive treatments, people will be sick. Everyone worries about increasing costs. One even hears talk of a "health care crisis." I would like to say something about these matters.
First, I believe it necessary to assert the truth of the human condition: I suffer pain; I am afflicted with certain impairments; I will certainly die. Some undergo greater pain, some more debilitating disorders, but we all equally face death.
Looking around me, I see that we -- as people in other times and places -- have a great capacity to care for one another, especially in the moments of birthing, accidents and dying. Unless unbalanced by historical novelties, our households, in close cooperation with their surrounding communities, have been wonderfully hospitable, that is, generally adequate to care for the real needs of living, celebrating and dying.
In opposition to this experience, some of us today have come to believe that we desperately need packages, commodities, all under the label of "health," all designed and delivered by a system of professionalized services. Some try to convince us that an infant is born, not only helpless -- needing the loving care of household -- but also sick, requiring specialized treatment by self-certified experts. Others believe that adults routinely require various drugs and interventions in order to become old, while the dying need medical treatment.
Many have forgotten -- or are no longer able to enjoy -- those common-sense ways of living that contribute to one's well-being and ability to recover from illness. Many have allowed themselves to become dependent on a self-aggrandizing technological myth, against which they nevertheless complain, because of the impersonal ways in which it impoverishes many while enriching a few.
Sadly, I recognize that many of us are infected with a strange illusion: a person has a "right" to something called health care. Thus, one states a claim to receive the latest assortment of technological therapies, based on some professional's diagnosis, to enable one to survive longer in a situation which often ugly, injuries,or depressing or just boring.
I believe it is time to state clearly that specific situations and circumstances are "sickening," rather than that people themselves are sick. The symptoms which modern medicine attempts to treat often have little to do with the condition of our bodies; they are, rather, signals pointing to the disorders and presumptions of modern ways of working, playing and living.
Nevertheless. many of us are mesmerized by the glitter of high-tech "solutions, " we pathetically believe in"fix-it" drugs, we mistakenly think all pain is an evil to be suppressed, we seek to postpone death at almost any cost.
I appeal to the actual experience of people, to the sensibleness of the ordinary person, in direct opposition to professional diagnosis and judgement. I appeal to people's memories, in opposition to the illusions of progress. Let us look at the conditions of our households and communities, not at the quality of "health care" delivery; health is not a deliverable commodity and care does not come out of a system.
I demand certain liberties for those who would celebrate living rather than preserve "life":
the liberty to declare myself sick;
the liberty to refuse any and all medical treatment at any time;
the liberty to take any drug or treatment of my own choosing;
the liberty to be treated by the person of my choice, that is, by anyone in the community who feels called to the practice of healing, whether that person be an acupuncturist, a homeopathic physician, a neurosurgeon, an astrologer, a witch doctor or someone else;
the liberty to die without diagnosis.
I do not believe that countries need a national "health" policy, something given to their citizens.
Rather, the latter need the courageous virtue to face certain truths:
we will never eliminate pain;
we will not cure all disorders;
we will certainly die.
Therefore, as sensible creatures, we must face the fact that the pursuit of health may be a sickening disorder. There are no scientific, technological solutions. There is the daily task of accepting the fragility and contingency of the human situation. There are reasonable limits which must be placed on conventional "health" care. We urgently need to define anew what duties belong to us as persons, what pertains to our communities, what we relinquish to the state.
Yes, we suffer pain, we become ill, we die. But we also hope, laugh, celebrate; we know the joy of caring for one another; often we are healed and we recover by many means. We do not have to pursue the path of the flattening out of human experience.
I invite all to shift their gaze, their thoughts, from worrying about health care to cultivating the art of living. And, today, with equal importance, to the art of suffering, the art of dying.
IVAN ILLICH The philosopher and theologically trained historian Ivan Illich published his seminal and highly controversial study op health care, medical nemesis: The Expropriation of Health, in 1976.
In his first major essay on this subject in the nearly 20 years since Medical Nemesis Illich argues here that the modern social construction of "a life" into an abstract, disembodied and dis-integrated entity -- a "fetish" -- prepares the way for depersonalized manipulation and management of our existence from womb to tomb.
Going beyond his argument in 1976 that the medical establishment itself had become a threat to health through doctor-induced suffering, Illich here renounces as an indecent demand the very idea of "responsibility" for one's health in a sickening environment. Instead, he takes a radical leap and calls for the only "decent" alternative: hygienic autonomy from any system of health care.
Copyright of NPQ: New Perspectives Quarterly is the property of Blackwell Publishers and its content may not be copied or emailed to multiple sites or posted to a listserv without the copyright holder's express written permission. However, users may print, download, or email articles for individual use.
Source: NPQ: New Perspectives Quarterly, Winter94, Vol. 11 Issue 1, p4, 9p
Fuente: https://brandon.multics.org/library/illich/against_life.html
BRAVE NEW BIOCRACY: HEALTH CARE FROM WOMB TO TOMB
Contents
Life is not Sacred
The History of a Life
A History of Health
The Illusion of Responsibility
Hygienic Autonomy: A Manifesto
Life, Death and the Boundaries of the Person
DNA maps and genetic cleansing; embryo cloning and euthanasia; organ transplants and physician-assisted suicide--never before have the traditional boundaries of life and death become so blurred. Never before has science intruded so pervasively into the sanctuary of the person. Where once only angels would tread, the medical establishment now treats. Are we closer to the secret of life, or just farther from God and nearer to the dust? In this symposium NPQ takes an anxious look at the new frontiers of man's fate.
Life is not Sacred
BREMEN, GERMANY -- Physicians in the Hippocratic tradition were pledged to restore the balance -- or "health" -- of their patient's constitution but forbidden to use their skills to deal with death. They had to accept nature's power to dissolve the healing contract between the patient and his physician.
When the Hippocratic signs indicated to the physician that the patient had entered into agony, the "atrium between life and death," he had to withdraw from what was now a deathbed. Both quickening -- coming alive in the womb -- and agony -- the personal struggle to die -- defined the extreme boundaries between which a subject of medical care could be conceived.
In our world, these boundaries have been obliterated. By the early 20th century, the physician came to be perceived as society's appointed tutor of any person who, having been placed in a patient role, lost his own competence.
Physicians are taught today to consider themselves responsible for lives from the moment the egg is fertilized through the time of organ harvest. They have become the socially responsible professional manager not of a patient, but of a life from sperm to worm. Physicians have become the bureaucrats of the brave new biocracy that rules from womb to tomb.
In societies confused by the technological prowess that enables us to transgress all traditional boundaries of coming to life and dying, the new discipline of big-ethics has emerged to mediate between pop-science and law. It has sought to create the semblance of a moral discourse that roots personhood in the "scientific ability" of bioethicists to determine who is a person and who is not through qualitative evaluation of the fetish, "a life. "
What I fear is that the abstract, secular notion of "a life" will be sacralized, thereby making it possible that this spectral entity will progressively replace the notion of a "person" in which the humanism of Western individualism is anchored. "A life" is amenable to management, to improvement and to evaluation in a way which is unthinkable when we speak of "a person." The transmogrification of a person into "a life" is a lethal operation, as dangerous as reaching out for the tree of life in the time of Adam and Eve.
The churches -- one of the most important agencies for defining moral issues in public life -- bear a particular responsibility as a lost civilization turns to them for guidance on such issues as abortion, euthanasia, organ transplants, embryo cloning and eugenics.
"A life" is the most powerful idol the church has had to face in the course of its history. More than the ideology of empire or feudal order, more than nationalism or progress, more than gnosticism or Enlightenment, the acceptance of "life" as a God given reality lends itself to a new corruption of the Christian faith.
The Christian West has given birth to a radically other kind of human condition unlike anything before it. Only within the matrix which Jacques Ellul calls the "technological system" has this new type of human condition come to full fruition. A new role opens for mythmaking, moralizing, legitimating institutions, a role which cannot quite be understood in terms of old religions, but which some churches rush in to fill.
The new technological society is singularly incapable of generating myths to which people can form deep and rich attachments. Yet, for its rudimentary maintenance it needs agencies which create and legitimate fetishes to which epistemic sentimentality can attach itself.
We seem to need a Linus blanket, some prestigious fetish that we can drag around to feel like defenders of sacred values. "Life" has become this blanket: it has come to constitute an essential referent in current ecological, medical, legal, political and ethical discourse. Consistently, those who use it forget that the notion has a history. It is a Western notion, ultimately the result of a perversion of the Christian message.
When the Lord announced to Martha "I am Life," he did not say "I am a Life." He says "I am Life" tout court. This Life has its historical roots in the revelation that one human person, Jesus, is also God. This one Life is the substance of Martha's faith. In the Christian tradition, we hope to receive this Life as a gift; and we hope to share it. We know that this Life was given to us on the Cross and we cannot seek it except on the via crucis.
This Life is gratuitous, beyond and above having been born and living. But, as Augustine and Luther constantly stress, it is a gift without which being alive would be dust.
Life in the Christian tradition is personal to the point of being one person, both revealed and promised in John 19. It is something profoundly other than the life which appears as substantive in all the headlines about abortion or euthanasia in American newspapers.
At first sight, the two have nothing in common. On the one side, the Bible says: Emmanuel, Godman, Incarnation. On the other, the term is used to impute substance to a process for which the physician assumes responsibility, which technologies prolong and atomic armaments protect; a substance which has standing in court, can be wrongfully given, and about whose destruction without due process or beyond the needs of national defense or industrial growth the so-called pro-life organizations are incensed.
However, at closer inspection, life as a property, as a value, a national resource, a right, is a Western notion which shares its Christian ancestry with other key verities defining secular society.
The notion of a human life as a distinct entity which can be professionally and legally protected has been torturously constructed through a legal-medical-religious-scientific discourse whose roots go far back into theology.
The emotional and conceptual connotations of life in Hindu, Buddhist or Islamic traditions are utterly distinct from those evident in the current debate on this subject in Western democracies.
In the United States, the politicized pro-life movements are sponsored mainly by Christian denominations.
It is for this reason that it is mainly up to the churches to de-mystify "life." The Christian churches now face an ugly temptation: to cooperate in the social creation of a fetish which, in a theological perspective, is the perversion of revealed Life into an idol.
The History of a Life
Biblical scholars are well aware of the limited correspondence between the Hebrew word for blood, dam, for breath, ruah, and the Greek term we would render as soul, namely, psyche. Neither comes anywhere near the meaning of the substantive, life. The concept of life does not exist in Greco-Roman antiquity: bios means the course of a destiny and zoe something close to the brilliance of aliveness. In Hebrew, the concept is utterly theocentric, an implication of God's breath.
Life as a substantive notion appears two thousand years later, along with the science that purports to study it. The term biology was coined early in the 19th century by Jean-Baptiste Lamarck. He was reacting to the baroque progress in botany and zoology which tended to reduce these two disciplines to the status of mere classification. By inventing a new term, he also named a new field of study, "the science of life."
Lamarck's genius confronted the tradition of distinct vegetable and animal ensoulment, along with the consequent division of nature into three kingdoms: mineral, vegetable and animal. He postulated the existence of life that distinguishes living beings from inorganic matter not by visible structure but by organization. Since Lamarck, biology searches for the "stimulating cause of organization" and its localization in tissue cells, protoplasm, the genetic code or morphogenetic fields.
"What is life?" is, therefore, not a perennial question, but the pop-science counterfoil to scientific research reports on a mixed bag of phenomena such as reproduction, physiology, heredity, organization, evolution and, more recently, feedback and morphogenesis.
Life appears during the Napoleonic wars as a postulate which is meant to lead the new biologists beyond the competing descriptive studies of mechanists, vitalists and materialists. Then, as morphological, physiological and genetic studies became more precise toward the middle of the 19th century, life and its evolution become the hazy and unintended by-products reflecting in ordinary discourse an increasingly abstract and formal kind of scientific terminology.
THE DEATH OF NATURE | A thread which runs back to Anaxagoras (500-428BC) links a number of otherwise profoundly distinct philosophical systems: the theme of nature's aliveness. This idea of nature's sensitive responsiveness found its constant expression well into the 16th century in animistic and idealistic, gnostic and hylomorphic versions. In these variations, nature is experienced as the matrix from which all things are born. In the long period between Augustine and Scotus this birthing power of nature was rooted in the world's being contingent on the incessant creative will of God.
By the 13th century, and especially in the Franciscan school of theology, the world's being is seen as contingent not merely on God's creation, but also on the graceful sharing of his own being, his life. Whatever is brought from possibility (de potentia) into the necessity of its own existence thrives by its miraculous sharing of God's own intimacy, for which there is no better word than -- His life.
With the scientific revolution, contingency-rooted thought fades and a mechanistic model comes to dominate perception. Caroline Merchant argues that the resulting "death of nature" has been the most far-reaching event in changing men's vision and perception of the universe. But it also raised the nagging question: How to explain the existence of living forms in a dead cosmos? The notion of substantive life thus appears not as a direct answer to this question, but as a kind of mindless shibboleth to fill a void.
LIFE AS PROPERTY | The ideology of possessive individualism progressively affected the way life could be talked about as a property. Since the 19th century, the legal construction of society increasingly reflects a new philosophical radicalism in the perception of the self. The result is a break with the ethics which had informed western history since Greek antiquity, clearly expressed by the shift of concern from the good to values. Society is now organized on the utilitarian assumption that man is born needy, and needed values are by definition scarce. It becomes axiomatic that the possession of life is then interpreted as the supreme value. Homo economicus becomes the referent for ethical reflection. Living is equated with a struggle for survival or, more radically, with a competition for life. For over a century now it has become customary to speak about the "conservation of life" as the ultimate motive of human action and social organization.
Today, some bioethicists go even further. While up to now the law implied that a person was alive, they demand that we recognize that . . . there is a deep difference between having a life and merely (sic!) being alive. The proven ability to exercise this act of possession or appropriation is turned into the criterion for personhood and for the existence of a legal subject.
During this same period, homo economicus was surreptitiously taken as the emblem and analogue for all living beings. A mechanistic anthropomorphism has gained currency. Bacteria are imagined to mimic "economic" behavior and to engage in internecine competition for the scarce oxygen available in their environment. A cosmic struggle among ever more complex forms of life has become the anthropic foundational myth of the scientific age.
LIFE AS ECOLOGY | Ecology can mean the study of correlations between living forms and their habitat. The term is also and increasingly used for a philosophical way of correlating all knowable phenomena. It then signifies thinking in terms of a cybernetic system which. in real time is both model and reality: A process which observes and defines, regulates and sustains itself. Within this style of thinking, life comes to be equated with the system: It is the abstract fetish that both overshadows and simultaneously constitutes it.
Epistemic sentimentality has its roots in this conceptual collapse of the borderline between cosmic process and substance, and the mythical embodiment of both in the fetish of life. Being conceived as a system, the cosmos is imagined in analogy to an entity which can be rationally analyzed and managed.
Simultaneously, this very same abstract mechanism is romantically identified with life and spoken about in hushed tones as something mysterious, polymorphic, weak, demanding tender protection.
In a new kind of reading, Genesis now tells how Adam and Eve were entrusted with life and the further improvement of its quality. This new Adam is potter and nurse of the Golem, his artificial creation.
In the sickening manufactured environment we have made for ourselves, health in the Hippocratic tradition has become an impossibility; balance has become hope-less.
The hope once symbolized in the mystery of the unborn has been corrupted; now there is only the legal entity of the fetus monitored on the sonogram. Agony, too, has been corrupted by the medicalization of death.
Dignity will not be found in the universal health care now demanded, but in hygienic autonomy and in a new found art of suffering and dying. In modern sickness I see the occasion for this discovery.
A History of Health
The concept of health in European modernity represents a break with the Galenic-Hippocratic tradition familiar to the historian. For Greek philosophers, "healthy" was a concept for harmonious mingling, balanced order. a rational interplay of the basic elements. He was healthy who integrated himself into the harmony of the totality of his world according to the time and place he had come into the world.
For Plato, health was a somatic virtue, and spiritual health, too, a virtue. In "healthy human understanding," the German language -- despite critiques by Kant, Hamann, Hegel and Nietzsche -- preserved something of this cosmotropic qualification. But since the 17th century, the attempt to master nature displaced the ideal of the health of a people.
This inversion gives the a-cosmic health created in this way the appearance of being engineerable. Under this hypothesis of engineerability, "health as possession" has gained acceptance since the last quarter of the 18th century. In the course of the 19th century, it became common sense to speak of "my body" and "my health."
In the American Declaration of Independence, the right to happiness is affirmed. The right to health materialized in a parallel way. In the same way as this happiness, modern-day health is the fruit of possessive individualism. There could have been no more brutal and, at the same time, more convincing way to legitimize a society based on self-serving greed. In a similarly parallel way, the concept of responsibility of the individual gained acceptance in formally democratic societies. Responsibility then took on the semblance of ethical power over ever more distant regions of society and ever more specialized forms of "happiness-bringing" service deliveries.
In the 19th and early 20th century, then, health and responsibility were still believable ideals. Today they are elements of a lost past to which there is no return. Health and responsibility are normative concepts which no longer give any direction. When I try to structure my life according to such irrecoverable ideals, they become harmful -- I make myself sick.
HEALTH IS A PLASTIC WORD | Health and responsibility have been made largely impossible from a technical point of view. This was not clear to me when I wrote Medical Nemesis, and perhaps was not yet the case at that time. In hindsight, it was a mistake to understand health as the quality of "survival," and as the "intensity of coping behavior."
Adaptation to the misanthropic genetic, climatic, chemical and cultural consequences of growth is now described as health. Neither the Galenic-Hippocratic representations of balance, nor the Enlightenment utopia of a right to "health and happiness," nor any Vedic or Chinese concepts of well-being, have anything to do with survival in a technical system.
"Health" as function, process, mode of communication; health as an orienting behavior which requires management -- these belong with those post-industrial conjuring formulas which suggestively connote much, but denote nothing that can be grasped. And as soon as health is addressed, it has already turned into a sense-destroying pathogen, a member of a word family which Uwe Poerksen calls plastic words, word husks which one can wave around, making oneself important, but which can say or do nothing.
The situation is similar with responsibility, although to demonstrate this is much more difficult. In a world which worships an ontology of systems, ethical responsibility is reduced to a legitimizing formality. The poisoning of the world is not the result of an irresponsible decision, but rather of our individual presence, as when traveling by airplane or commuting on the freeway, in an unjustifiable web of interconnections. It would be politically naive, after health and responsibility have been made technically impossible, to somehow resurrect them through inclusion into a personal project; some kind of resistance is demanded.
Instead of brutal self-enforcement maxims, the new health requires the smooth integration of my immune system into a socioeconomic world system. Being asked for responsibility is, when seen more clearly, a demand for the destruction of sense and self And this proposed self-assignment to a system stands in stark contrast to suicide. It demands self-extinction in a world hostile to death.
Precisely because I favor those renunciations which an a-mortal society would label suicide, I must publicly expose the idealization of "healthy" self-integration.
To demand that our children feel well in the world which we leave them is an insult to their dignity. Then to impose on them responsibility for their own health is to add baseness to the insult.
INCEDENT DEMANDS | In many respects, biological, demographic and medical research of the last decade, focusing on health, showed that medical achievements only contributed in an insignificant way to the medically defined level of health in the population. Secondly, studies have found that even preventive medicine is of secondary importance in this respect. Further, we now see that a majority of these medical achievements are deceptive misnomers, actually prolonging the suffering of madmen, cripples, old fools and monsters.
Therefore, I find it reprehensible that the self-appointed health experts now emerge as caring monitors who, with their slogans, put the responsibility of suffering onto the sick themselves. In the last 15 years, propaganda in favor of hypochondria has certainly led to a reduction in smoking and butter consumption among the rich and to an increase in their jogging.
But throughout the world, propaganda for medically defined health coincided with an increase in misery for the many. In India. Banerji has demonstrated how the importation of Western thought undermined the hygienic customs of the majority and solidified advancement of elites.
Twenty years ago, Hakin Mohamed Said, the leader of the Pakistan Unani, spoke about medical sickening through the imposition of a Western concept of health. What concerned him was the corruption of the praxis of traditional Galenic physicians, not by Western pharmacopeia so much as by a Western concept of health which sees death as the enemy. This hostility to death -- which is to be internalized along with personal responsibility for health -- is why I regard the slogan of "my body, my health" as indecent.
LIFE AS BLASPHEMY | In recent times, as I discussed earlier, the representation of the substantive concept, "life," has prominently emerged. The physician was required to take responsibility for life. Around 1979, the quality of life was suddenly before us. Biomedicine discovered its competence over "life."
Studying the history of well-being, the history of health, it is obvious that with the arrival of life and its quality -- which was also called health -- the thread which linked that which is called health today with health in the past was broken. Health has become a scale on which one measures an immune system's fitness for living.
The reduction of a person to an immune system corresponds to the deceptive reduction of creation to a global system, Lovelock's Gaia. And in this perspective, responsibility ends up being understood as the self-steering of an immune system. As much as I would like to rescue for future use the word "responsible" -- a word that, as a philosophical concept, only appeared around 1920 -- to characterize my actions and omissions, I cannot do it. And this is true, not primarily because through this slogan for self-regulation of one's own "quality of life" sense is extinguished, management transfigured as beneficial, and politics reduced to feedback, but because God is thus blasphemed.
I ask you to pay careful attention to my form of expression. I am a Christian, but when I speak here about blaspheming God, I want to be understood as an historian, not as a theologian.
I have outlined my thinking. Longing for that which health and responsibility might have been in the recently arrived modernity I leave to romantics and drop-outs. I consider it a perversion to use the names of high-sounding illusions which cannot fit in the world of computer and media for the internalization and embodiment of systems and information theory.
Only if one understands the history of health and life in their historical interconnection is there a basis for the passion with which I call for the renunciation of "life." I completely agree with T. S. Eliot:
Where is the Life we have lost in living? Where is the wisdom we have lost in knowledge? Where is the knowledge we have lost in information? The cycles of Heaven in twenty centuries Bring us farther from God and nearer to the Drust.
The concept of a life which can be reduced to a survival phase of the immune system is not only a caricature, not only an idol, but a blasphemy And seen in this light, desire for responsibility for the quality of this life is not only stupid or impertinent, it is a sin.
The Illusion of Responsibility
I can imagine no complex of controls capable of saving us from the flood of poisons, radiations, goods and services which sicken humans and animals more than ever before. What sickens us today is something altogether new. What determines the epoch since Kristallnacht is the growing matter-offact acceptance of a bottomless evil which Hitler and Stalin did not reach, but which today is the theme for elevated discussions on the atom, the gene, poison, health, and growth.
These are evils and crimes which render us speechless. Unlike death, pestilence, and devils, these evils are without meaning. They belong to a non-human order. They force us into impotence, helplessness, and powerlessness. We can suffer such evil, we can be broken by it, but we cannot make sense of it, cannot direct it.
There is no way out of this world. I live in a manufactured reality ever further removed from creation. And I know today what that signifies, what horror threatens each of us.
A few decades ago, I did not yet know it. At that time, it seemed possible that I could share responsibility for the remaking of this manufactured world. Today, I finally know what powerlessness is. I know that "responsibility" is an illusion.
In such a world, "being healthy" is reduced to a combination of the enjoyment of techniques, protection of the environment, and adaptation to the consequences of techniques, all three of which are, inevitably, privileges.
In order to live today, I must decisively renounce health and responsibility. Renounce, I say, not ignore or become resigned. I do not use the word to denote indifference. What I mean is that I must accept powerlessness, mourn that which is cone and renounce the irrecoverable.
Renunciation can free one from the powerlessness which robs me of my awareness. of my sense. But renunciation is not a familiar concept today. We no longer have a word for courageous, disciplined, self-critical renunciation accomplished in community -- but that is what I am talking about. I will call it askesis.
I would have preferred another word, for askesis today brings to mind Flaubert and Saint Antony in the desert -- turning away from wine, women and fragrance. But the renunciation of which I speak has very little to do with this.
The epoch in which we live is abstract and disembodied. The certainties on which it rests are largely sense-less. And their worldwide acceptance gives them a semblance of independence from history and culture. What I want to call epistemological askesis opens the path toward renouncing those axiomatic certainties on which the contemporary world view rests. I speak of convivial and critically practiced discipline. The so-called values of health and responsibility belong to these certainties. Examined in depth, one sees them as deeply sickening, disorienting phenomena. That is why I regard a call to take responsibility for my health as senseless, misleading, indecent, and, in a very particular way, blasphemous.
Hygienic Autonomy: A Manifesto
Many persons are confused today about something called "health." Experts prate knowingly about "health care systems." Some persons believe that without access to sophisticated and expensive treatments, people will be sick. Everyone worries about increasing costs. One even hears talk of a "health care crisis." I would like to say something about these matters.
First, I believe it necessary to assert the truth of the human condition: I suffer pain; I am afflicted with certain impairments; I will certainly die. Some undergo greater pain, some more debilitating disorders, but we all equally face death.
Looking around me, I see that we -- as people in other times and places -- have a great capacity to care for one another, especially in the moments of birthing, accidents and dying. Unless unbalanced by historical novelties, our households, in close cooperation with their surrounding communities, have been wonderfully hospitable, that is, generally adequate to care for the real needs of living, celebrating and dying.
In opposition to this experience, some of us today have come to believe that we desperately need packages, commodities, all under the label of "health," all designed and delivered by a system of professionalized services. Some try to convince us that an infant is born, not only helpless -- needing the loving care of household -- but also sick, requiring specialized treatment by self-certified experts. Others believe that adults routinely require various drugs and interventions in order to become old, while the dying need medical treatment.
Many have forgotten -- or are no longer able to enjoy -- those common-sense ways of living that contribute to one's well-being and ability to recover from illness. Many have allowed themselves to become dependent on a self-aggrandizing technological myth, against which they nevertheless complain, because of the impersonal ways in which it impoverishes many while enriching a few.
Sadly, I recognize that many of us are infected with a strange illusion: a person has a "right" to something called health care. Thus, one states a claim to receive the latest assortment of technological therapies, based on some professional's diagnosis, to enable one to survive longer in a situation which often ugly, injuries,or depressing or just boring.
I believe it is time to state clearly that specific situations and circumstances are "sickening," rather than that people themselves are sick. The symptoms which modern medicine attempts to treat often have little to do with the condition of our bodies; they are, rather, signals pointing to the disorders and presumptions of modern ways of working, playing and living.
Nevertheless. many of us are mesmerized by the glitter of high-tech "solutions, " we pathetically believe in"fix-it" drugs, we mistakenly think all pain is an evil to be suppressed, we seek to postpone death at almost any cost.
I appeal to the actual experience of people, to the sensibleness of the ordinary person, in direct opposition to professional diagnosis and judgement. I appeal to people's memories, in opposition to the illusions of progress. Let us look at the conditions of our households and communities, not at the quality of "health care" delivery; health is not a deliverable commodity and care does not come out of a system.
I demand certain liberties for those who would celebrate living rather than preserve "life":
the liberty to declare myself sick;
the liberty to refuse any and all medical treatment at any time;
the liberty to take any drug or treatment of my own choosing;
the liberty to be treated by the person of my choice, that is, by anyone in the community who feels called to the practice of healing, whether that person be an acupuncturist, a homeopathic physician, a neurosurgeon, an astrologer, a witch doctor or someone else;
the liberty to die without diagnosis.
I do not believe that countries need a national "health" policy, something given to their citizens.
Rather, the latter need the courageous virtue to face certain truths:
we will never eliminate pain;
we will not cure all disorders;
we will certainly die.
Therefore, as sensible creatures, we must face the fact that the pursuit of health may be a sickening disorder. There are no scientific, technological solutions. There is the daily task of accepting the fragility and contingency of the human situation. There are reasonable limits which must be placed on conventional "health" care. We urgently need to define anew what duties belong to us as persons, what pertains to our communities, what we relinquish to the state.
Yes, we suffer pain, we become ill, we die. But we also hope, laugh, celebrate; we know the joy of caring for one another; often we are healed and we recover by many means. We do not have to pursue the path of the flattening out of human experience.
I invite all to shift their gaze, their thoughts, from worrying about health care to cultivating the art of living. And, today, with equal importance, to the art of suffering, the art of dying.
IVAN ILLICH The philosopher and theologically trained historian Ivan Illich published his seminal and highly controversial study op health care, medical nemesis: The Expropriation of Health, in 1976.
In his first major essay on this subject in the nearly 20 years since Medical Nemesis Illich argues here that the modern social construction of "a life" into an abstract, disembodied and dis-integrated entity -- a "fetish" -- prepares the way for depersonalized manipulation and management of our existence from womb to tomb.
Going beyond his argument in 1976 that the medical establishment itself had become a threat to health through doctor-induced suffering, Illich here renounces as an indecent demand the very idea of "responsibility" for one's health in a sickening environment. Instead, he takes a radical leap and calls for the only "decent" alternative: hygienic autonomy from any system of health care.
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Source: NPQ: New Perspectives Quarterly, Winter94, Vol. 11 Issue 1, p4, 9p
Fuente: https://brandon.multics.org/library/illich/against_life.html
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